El hombre que vino del futuro

John Carlin tiene razón: el nombre de Nelson Mandela quedará asociado a "la capacidad de los pueblos para superar su pasado". Es decir, para no verse a merced de lo irremediable.

El hombre que ayudó a su nación a liberarse del pasado fue el mismo al que el gobierno racista de Sudáfrica sentenció a cadena perpetua y, con ello, a verse privado de futuro. El efecto de esa terrible condena, en la mayoría de quienes la padecen, suele ser devastador. No lo fue en el caso de Mandela. Por el contrario: Mandela, entre rejas, concibió su porvenir. Más aún: desde la concepción de ese porvenir aprendió a habitar su presente de prisionero. Fue en la cárcel donde comenzó a hacerse oír como un hombre que provenía del futuro. Sus sueños lo dieron a luz. Sus sueños le enseñaron a razonar políticamente. A decretar la inutilidad del odio y la venganza para llevar a cabo la transformación que requería su país. Lo encarcelaron para silenciarlo y quienes lo hicieron no lograron sino que se lo escuchara cada vez más.

A lo largo de veintisiete años inimaginables de cautiverio, Mandela se liberó de su inicial resentimiento. Dispuesto a aprenderlo todo sobre la idiosincrasia de quienes se empecinaban en ser sus enemigos, estudió la lengua de los afrikaaners y frecuentó su historia. Exploró su lógica y su ideología. Mensuró el alcance de cada uno de sus valores y sopesó la proyección en el tiempo de los objetivos de quienes procedían como verdugos de su pueblo. Es que Mandela aspiraba a derrotar una cultura y no un ejército. Conocerla, inscribirla en una interpretación realista y ya no en la intransigencia del desprecio, significó para él aprender a proceder.

Mandela entendió la democracia como una superación escalonada del caudal de problemas impuestos a su país por el despotismo blanco. Las soluciones que aportó mediante la abolición del racismo dieron lugar al encuentro de Sudáfrica con los grandes desafíos del mundo moderno. En un orden moral, ellas posibilitaron su tránsito social desde el siglo XVII hasta el siglo XX. Sin los pasos que dio Mandela, la marcha que luego de él emprendió Sudáfrica, aun colmada de vacilaciones como estuvo, no hubiera sido posible.

Dos ejes confluyentes vertebraron el pensamiento de ese hombre excepcional: la memoria como deber imprscriptible y el perdón como gesto indispensable. No había, para Mandela, otra herramienta capaz de afianzar la paz, de disolver el sectarismo y neutralizar el odio profusamente sembrado.

Religioso y de...

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