El grito sagrado de las mujeres

Hace ya tiempo que me convertí en un monstruo. Dejé de mirar de frente, casi no recuerdo cómo eran los ojos de los demás. Ando siempre con la cabeza inclinada hacia adelante y una de las manos ocupadas sosteniendo el tesoro aunque generalmente son las dos; escribiendo con los pulgares a velocidad cohete, riéndome sola, indignándome sola, chequeando informaciones, leyendo el diario, siempre apurada, apenas frenando de vez en cuando ante los semáforos, la llegada de un ascensor o la imperiosa necesidad de dormir. Mi tesoro va conmigo en el auto, pero también me acomodo con él en colectivos y subtes, trabajando sobre la pantalla táctil, respondiendo correos, mensajes o WhatsApps corales, nuevo género de comunicación abrumador y atrapante, furiosa conversación colectiva en la que cada uno entra a destiempo, siempre corriendo el riesgo del desatino, la desubicación, la penosa llegada tarde al humor compartido por el resto.

Soy un monstruo, ya lo dije, pero tengo algo para agregarle a esa confesión, y es que de las entrañas de las redes que aparentemente deshumanizan también pueden salir grandes cosas. "Ay, Dios mío, de qué me habla esta mujer hoy, domingo", ya se estará diciendo usted, mientras se pregunta cómo se me puede ocurrir hacer un elogio de las redes sociales cuando todos estamos desesperados por salirnos de ese universo sumergido para volver a mirar los árboles, vernos las caras, cenar sin sonidos molestos ni vibraciones inquietantes sobre la mesa, recuperar amigos y familia y, sobre todo, para tener otra vez tiempo para relajarnos sin pensar que el mundo se acaba porque no estamos mirando la pantalla de nuestro celular.

Pero resulta que por estos días, esto mismo que nos consume las horas, la energía y la curiosidad, lo mismo que está cambiando nuestro modo de vincularnos aunque aún no sepamos bien cómo van a ser nuestras relaciones en el futuro, consiguió generar alto impacto social con un tema impensado. O, mejor, con un tema que hasta hora preferíamos ignorar ya porque lo naturalizábamos, porque creíamos que era algo que no nos tocaba de cerca o porque resultaba tan perturbador que elegíamos negarlo. Y se lo digo, lector, se lo cuento así, porque yo estaba ahí ese día, cuando ocurrió el milagro. Cuando en medio del parloteo de la siesta, entre pavaditas varias con esas amigas virtuales que pueden a veces conmover profundo con una palabra, un guiño o un corazoncito violeta, apareció la noticia y ahí nomás, el grito de guerra. La...

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