Un gobierno psicodélico

Julio María Sanguinetti, el gran líder uruguayo, dice: "El poder normalmente está arriba. Puede estar afuera, nunca debe estar abajo". Arriba es lo normal. El que tiene los votos es presidente y manda. Afuera no es tan habitual, pero podemos ver el caso de Lula y Dilma en Brasil, donde el que tiene los votos no es el presidente. O el caso de Álvaro Uribe e Iván Duque en Colombia; el caso de Hipólito Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear, o el caso de Juan Domingo Perón y Héctor Cámpora. Lo que no puede suceder es que el poder esté abajo, que el segundo le dé órdenes al primero. Eso no puede suceder en el Estado ni en ninguna organización, porque termina siendo enloquecedor.

Sanguinetti va a dictar una conferencia este jueves, en el Malba, sobre Barradas. Dicho sea de paso, llegó en el año ‘87, tras las elecciones de septiembre, cuando Raúl Alfonsín perdió a manos de Antonio Cafiero la provincia de Buenos Aires, y también perdió en casi todo el país.

Vino también en el año ‘97, a dar una conferencia sobre Torres García, justo cuando había perdido Carlos Menem las legislativas. Los oficialismos deberían anotar cuando viene Sanguinetti a la Argentina a hablar de pintura, casi que es un aviso de que van a perder.

Lo que dice Sanguinetti sobre el poder es la clave del fracaso de este experimento político. Un diseño en el cual Cristina Kirchner puso un delegado en la Casa Rosada como presidente, pero además, un delegado que nos quiere hacer creer que piensa distinto de ella. Lo único que puede surgir de ese experimento es incertidumbre para todos, inclusive para los que son -usando una palabra muy peronista- conducidos. Y también para los votantes.

Hay además un problema personal del encuentro entre dos psicologías que tienen que ir al choque. Y lo que estamos viendo es la consecuencia de eso: una vicepresidenta egocéntrica, mandona. Hay que leer la carta. Le pregunté a un italiano que tiene mucha experiencia en política internacional por esa carta y me dijo: "Lo raro es que es todo "yo"" . No está narrando un proceso colectivo. Habla de la voluntad de ella frente a Alberto Fernández.

Cristina Kirchner es una persona exasperada por la derrota. Para los Kirchner, el poder es una dimensión medular de la vida. Algo pasó en 2010 cuando muere Néstor Kirchner, después de perder una elección; después de perder en 2013, contra Sergio Massa, a Cristina la tuvieron que operar. Con esto no quiero hacer interpretaciones vulgares, no quiero decir que son somatizaciones, pero es evidente que para alguien como Cristina Kirchner, con su relación adictiva con el poder, una derrota electoral es mucho más importante que para cualquier otro dirigente.

Si se le agrega a esto la dimensión penal -la pérdida de poder implica una debilidad en ese frente- se entiende todavía más la exasperación.

Cristina está enfrentada a alguien que los americanos llamarían ‘passive aggressive’, alguien que cuando la ve exasperada, como parece que ocurrió en la reunión que tuvieron el martes a la noche, trata de calmarla, le dice que va a cumplir, le esconde la pelota, la marea: le dice una cosa y después hace otra. Es decir, Alberto Fernández le hace lo que nos hace a todos y la enloquece más. De este choque de dos personalidades con este tipo de características surge el desastre que hemos visto la semana pasada, de un Gobierno que se autoagrede a niveles que uno profesionalmente no puede entender.

Jorge Yoma lo sintetiza en una frase: "Yo he visto gobiernos que exageran la victoria, lo que es muy difícil es encontrar un gobierno que exagere la derrota". El Gobierno dedicó una semana para exagerar la dimensión de la derrota. Psicodélico. Es mucho más grave y mucho más dañino para el oficialismo todo lo que pasó desde el domingo a la noche hasta hoy que lo que pasó el día de la elección. Es más grave la forma que procesaron la derrota que la derrota misma.

Hay, a partir de toda esta experiencia, un cambio de geometría en todo el oficialismo. Si uno quisiera sintetizar brutalmente un rasgo de la dinámica peronista se podría decir que, entre otras cosas, el peronismo es un intercambio de lealtad por votos.

Y estoy hablando sobre todo de los dirigentes, de intendentes, gobernadores, legisladores, que encuentran un líder que funciona como antena para la sociedad. Frente a ese fenómeno, llamémosle mágico, de generar un consenso social, la dirigencia peronista se somete.

Revisemos lo que pasó con Carlos Menem: el peronismo dijo en ese momento: ¿De qué necesitás que nos disfracemos para que sigas trayendo los votos? ¿De neoliberales? Nos disfrazamos de neoliberales, hasta que no haya más votos. Ese día volvemos a ser peronistas. Volvemos a responder a intereses inmediatos. Hasta que aparece otro dirigente, otra antena, en este caso Néstor Kirchner. Otra vez el peronismo ofrece: ¿De qué necesitás que nos disfracemos para traer los votos? ¿De bolivarianos? Nos disfrazamos de bolivarianos. Exactamente lo contrario a lo que éramos, mientras traigas votos.

Lo que pasó el domingo pasado es que empezó a hacer ruido la antena. Empezó a haber un problema de sintonía entre la líder y el electorado. Y lo que vemos ahora es un peronismo que se repliega sobre sí mismo, y empieza a definir sus propios intereses...

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