La fiesta del humor después de la tragedia

Cuentan que los dos amigos judíos no se veían desde hacía muchos años. Cuando se reencontraron, uno de ellos, conmovido su espíritu y llevado por una incontenible emoción, comenzó a revelarle al otro los detalles de lo que le había ocurrido durante ese extenso paréntesis. Habló extensamente sin que su interlocutor pudiese meter bocado. Pero apenas éste vislumbró una mínima pausa en el abrumador relato, se quejó amargamente. Has hablado durante casi dos horas tú solo, le reprochó. Nos has tenido siquiera la cortesía de querer saber qué ha sido de mi vida. Tienes razón, se disculpó el otro. Déjame preguntarte qué piensas de mí.

Aún escucho la carcajada de Santiago Kovadloff cuando termina de contar el chiste. Lo llamé esta mañana de sábado para decirle que acababa de darme una de las mejores panzadas de humor gráfico de mi vida leyendo Judíos, un librito que reúne chistes y breves novelas gráficas de Langer, cuando de pronto recordé su nombre e imaginé que podría regalarme alguna reflexión acerca de un tema tan caro a su condición religiosa. Me dijo entonces que, mucho antes de que los más grandes comediantes judíos esparcieran su humor en cientos de películas que hicieron reír al mundo entero (de los hermanos Marx a Woody Allen), los mejores chistes estaban en los dos libros esenciales de la cultura judía: el Talmud y la Torá.

Un ala del enorme edificio del humor judío se levanta sobre escombros. No es necesario ir más allá de Freud, advierte el poeta, para comprender que aun la broma más filosa y en apariencia hiriente es una herramienta que permite transformar la desesperación que producen la soledad y el horror en aceptación y convivencia con el otro. Quien está en esa intemperie existencial que sigue a la persecución y el miedo siente algún alivio cuando puede reírse de sí mismo y de su destino. Por eso Langer se permite dibujar a una víctima de la persecución nazi en un campo de concentración, vestido con el traje a rayas, con los dos brazos extendidos: lleva un celular en una mano y en el otro antebrazo un número telefónico tatuado en vez de la humillante cifra que enumeraba a los habitantes del infierno indecible de Auschwitz.

En el preámbulo a la oscura fiesta de sus viñetas y novelitas gráficas, Langer cuenta que es judío casi desde el día en que nació. Ni tatuaje ni piercing, se ríe: circuncisión. Creció en una familia no religiosa que, como tantas otras que son llevadas por la...

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