El federalismo quiere dar batalla otra vez

En el Congreso Constituyente iniciado en 1824, Manuel Dorrego insistió hasta el cansancio en que las provincias podían ejercer su autonomía económica y política y que la mayoría del pueblo apoyaba el régimen federal. Agregó, sombría y acertadamente, que si no se satisfacía esa voluntad era inevitable otro período de sangrientas guerras civiles. Transcurridos 188 años, y pese a emotivas afirmaciones en contrario, se sigue cuestionando en los hechos la capacidad de las provincias para ejercer sus autonomía.

La evidencia más flagrante es que este año cumplimos el decimosexto aniversario del incumplimiento de la Constitución de 1994, que obligaba a votar una ley de coparticipación federal en 1996. Suele culparse de esto a las provincias, sobre todo desde Buenos Aires, pero lo cierto es que ninguno de los presidentes elegidos desde entonces estuvo siquiera cerca de enviar un proyecto tal al Congreso. En cambio, todos los presidentes que pudieron hacerlo se arrogaron más y más poderes y recursos.

Así y todo nunca se había llegado al creciente centralismo que vivimos desde 2002. Por un lado, el Poder Ejecutivo ha acentuado su papel de gran recaudador, como puede verse en la creciente participación de los impuestos no coparticipados y en el hecho de que la Nación actúa cada vez más como principal agente recaudador. Como si dijera paternalmente a las provincias "dejen que yo recaudo, después repartimos". Con rarísimas excepciones, como hace poco en la provincia de Buenos Aires, ni provincias ni municipios se han mostrado incómodos con esto, como si prefirieran dedicarse a gastar y no ser el "malo" ante los contribuyentes. Así resulta que la Argentina es el país federal con la mayor diferencia entre las responsabilidades de gasto público de provincias y municipios. Estos últimos cubren con recursos propios sólo el 30% de su gasto y, en 2011, necesitaron hacerse de fondos nacionales por un total de 230.000 millones de pesos, una bicoca que genera tal dependencia con la Nación que resulta incompatible con un genuino federalismo.

El Estado nacional no sólo es grande y creciente en la recaudación sino también en el gasto, y se regodea en el dulce placer de hacerlo con el dinero de otros. La fiesta es completa porque el gasto público total alcanzará este año los 220.000 millones de dólares, cerca de un excesivo 47% del PIB -mayor por ejemplo que el de Alemania, Noruega o el Reino Unido- y virtualmente imposible de financiar como se ve en estos días y en...

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