Los falsos profetas de la provocación

Entre las ventajas de envejecer, está el privilegio de ir viendo cómo, casi sin darnos cuenta, el presente va convirtiéndose en pasado. Esta variedad de la percepción del tiempo es particularmente interesante cuando se refiere al arte. Los perfiles que eran nítidos empiezan a difuminarse, a veces a cambiar de signo, incluso extinguirse.

Me acuerdo bien, hace 20 años, de un poeta argentino que, en una lectura de poesía, tiraba besitos con las manos igual que lo hacía entonces un delantero de Boca. Eran los énfasis teatrales de la poesía argentina de los años 90, gestos alineados con sus supuestos: temas bajos y materiales bajos. De esa generación quedaron algunos libros inolvidables, justamente los que menos adherían a esos signos de época.

¿Dije que envejecer nos confería el privilegio de ver cómo el presente se convierte en pasado? También nos regala el privilegio inverso: ver cómo, contra toda dialéctica histórica, el pasado se convierte en presente. El poeta futbolero era la parodia involuntaria de la pretensión vanguardista de disolver la distancia entre arte y vida. Esta semana, volvimos a escuchar una canción que parecía haber quedado ahí donde tiramos para siempre los trastos viejos. La letra de esa canción dice: el arte debe incomodar. Esta idea le habría resultado un poco rara a un pintor de íconos bizantinos del siglo XII. Más bien, es una ambigua conquista de las vanguardias, que radicalizó después el arte contemporáneo. Las vanguardias pusieron la provocación en el lugar de la obra, en un giro que resultaba históricamente inevitable (todo lo que ocurre en la historia se nos revela como necesario). Pero ese canto de sirena del escándalo, propio de un período, conforma para muchos todavía una idea entera, y muy exigua, del arte, que comparten gestores, funcionarios y aventureros que se hacen pasar por artistas. Anything goes, todo vale, es la consigna relativista. Pero el arte no es relativista.

La provocación hace mucho ruido, pero dura muy poco, y, dado que cualquier intento de repetirla resulta estéril, se duplica la apuesta y se incurre en la ofensa religiosa, algo de lo que ya el cineasta Luis Buñuel había sacado a principios del siglo XX bastante...

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