El factor de atribución en los daños de Internet: ¿riesgo de empresa o principio de conocimiento efectivo?

AutorOsvaldo R. Burgos
Burgos, El factor de atribución en los daños de Internet: ¿riesgo de empresa
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El factor de atribución en los daños de Internet:
¿riesgo de empresa o principio de conocimiento efectivo?*
Por Osvaldo R. Burgos
Es necesario que Internet entre en el campo de los debates políticos y, consecuentemente,
que salga del unanimismo actual que impide cualquier reflexión crítica”.
Dominique Wolton
El Leviatán contemporáneo es estadístico”.
Jean-Claude Milner
1. Introducción. Determinación del marco teórico
Las coordenadas que habrán de enmarcar el desarrollo de este trabajo supo-
nen el reconocimiento de dos de las afirmaciones básicas sobre las que intentamos
asentar nuestra particular visión del fenómeno jurídico. A saber:
a) La ley es un principio de libertad. Aunque no suficiente, la vigencia de una
regulación es condición necesaria para pensar la existencia autonómica de seres
singulares –los seres humanos– que afirman su subjetividad en la pertenencia a un
orden intersubjetivo determinado. Es decir, que no pueden pensarse a sí mismos sin
referencia a una coexistencia social, a un nosotros cualquiera –pero insustituible– en
el que su yo se inscribe y al que, en esa inscripción, modifica.
Decir que sin ley todo es posible1 implica aceptar, al menos como posibilidad,
la negación de aquello mismo que parece querer expresarse en esa afirmación: si
todo es posible, es también posible la esclavitud. Siendo posible la esclavitud, es
igualmente posible que, al menos para quienes realizan esa posibilidad, nada –o
casi nada sea posible. Y ello porque la libertad no es un derecho entre tantos, sino
precisamente la razón de ser del derecho, que opera como un principio suyo, como
una condición necesaria para garantizar su respeto.
b) La persistencia de una sociedad cualquiera importa, necesariamente, el re-
conocimiento de una cierta noción común de justicia2. Así como cada hombre es,
* Bibliografía recomendada.
1 Camus es quien se ocupa de advertir que cuando Iván Karamazov (personaje fundamental de
Fedor Dostoievsky) observa que “Todo está permitido”, no se trata de un grito de liberación y de ale-
gría sino de una comprobación amarga (Camus, Albert, El mito de Sísifo, p. 86).
2 Ello no implica, desde luego, que se actúe siempre en respeto de esa mínima noción común
subyacente; valga esta aclaración obvia. Aún sin intentar ingresar en análisis psicológicos profundos
que exceden nuestra competencia, tenemos la obligación de advertir que la cuestión es algo más
compleja que eso: los seres humanos no actúan comunicativamente en todo momento –a veces si-
guen impulsos de reacción a estímulos, propios de una bestialidad condicionada y prelingüística– e
incluso limitándonos al universo de las conductas que pueden ser racionalmente fundadas, es claro
que la racionalidad supone sólo la adopción de comportamientos susceptibles de ser explicados, lo
que no necesariamente importa una explicación aceptable y mucho menos, la necesidad de referir a
comportamientos de valoración positiva para el conjunto social: las sociedades no pueden despojarse
del egoísmo, de la desidia, de las perversiones y de otras formas varias de goce negatorio sobre las
que sería inapropiado extenderse ahora. Lo que aquí queremos señalar significa, muy por el contra-
rio, que aún quienes actúan en opuesto sentido a la noción común de justicia de la que participan, no
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para sí mismo, toda la humanidad –es más, es su propia idea de la universal huma-
nidad que lo involucra– cada sociedad considera a su modo de entender la justicia,
como el modo natural en que la justicia se expresa.
Tales modos de concebir aquello que se entiende colectivamente por justo, mu-
tan en periodos históricos, en el traspaso de un tiempo a otro y en el trayecto de una
sociedad a su vecina. Sin embargo, algo permanece: cuanto más se adecue el dere-
cho vigente a la noción de justicia imperante en la sociedad en la que intenta regir,
mayor será su credibilidad y el consecuente compromiso de los justiciables a su res-
peto; es decir, su eficacia.
Por definición lingüística, un compromiso es una promesa compartida. Esta
simple constatación, que se nos antoja inobjetable, en relación con nuestras dos
coordenadas precedentemente trazadas, supone lo siguiente:
1) Jurídicamente, libertad es autonomía, o sea, reconocimiento del otro.
Comprometerse es, en definitiva, asumir la relatividad de la libertad propia para
exigir, igualmente, la relatividad de la libertad ajena.
2) El sistema jurídico3 tiene, como característica distintiva, la de presumirse op-
timizado en cada momento de su vigencia: la promesa compartida de respetarlo im-
plica aceptar que el derecho vigente resulta ser (en todo momento mientras esa
promesa se mantiene) la mejor de las manifestaciones posibles de la noción común
de justicia. Paralelamente, implica también aceptar que no hay espacios fuera del
derecho y que nadie puede vivir al margen de él.
pueden negarla como referencia más allá del exacto momento en el que su acción u omisión tiene
lugar y asumen, en el siguiente momento de representación de lo actuado, la articulación de un relato
justificatorio para ella. En esa asunción, es imprescindible aclararlo, la posible decisión de negar toda
necesidad de justificación –el porque sí– resulta doblemente justificatoria: en cuanto decisión, ella
misma acaba siendo también una justificación pero, además, no permitiendo en su sentido la conti-
nuidad de la razón comunicativa, constituye una intención vana de reafirmación de la bestialidad
–expresada ya desde una singularidad claramente afirmada en lo humano y en lo intersubjetivo–, que
a su turno deberá también ser justificada. Nadie es perverso, sádico, bestial o absolutamente egoísta
de manera continuada: en los espacios entre uno y otro accionar negatorio, por más habituales que
éstos fueran, la pertenencia a la humanidad impone una cierta forma de representar lo justo, inscri-
biéndolo en el lenguaje (sea a través de una estrategia de justificación o de desprecio) que es lo que
nos identifica como seres humanos.
3 Utilizaremos, en lo sucesivo, la fórmula sistema jurídico para designar a un objeto de la reali-
dad, a un ente materialmente existente y al que se puede acudir cuando es necesario, porque así lo
perciben los justiciables y porque así lo requiere, además, la temática que aquí estamos abordando.
Sin embargo, dejamos expresamente a salvo nuestra coincidencia, a este respecto, con el profesor
londinense Peter Fitzpatrick, quien en su monumental obra La mitología del derecho moderno, subra-
ya que: “El estudio doctrinario del derecho –o, en términos semejantes, los principios básicos o gene-
ralmente aceptados del derecho, el formalismo o positivismo jurídico considera como su universo las
reglas jurídicas y los informes de casos. Este enfoque sigue siendo predominante en la educación y
en la investigación jurídica. Es evidente que esto presenta al derecho como algo distinto, unificado o
interiormente coherente (Sugarman 1991:34-35). En su aspecto de jurisprudencia analítica o positivis-
ta ha protegido asiduamente la autonomía del derecho. Muchos ataques aparentemente devastado-
res a esta posición, no han podido modificarla de manera fundamental. La observación despiadada
de su divergencia respecto de la práctica del derecho no ha socavado la percepción común de su
lugar como fundamento de esa práctica (p. 3). Por el contrario, para Fitzpatrick, como para nosotros,
la existencia de un “sistema” jurídico es una necesidad de la creencia compartida en una forma de
justicia y entonces “fuera del mito (el relato que convoca al compromiso colectivo) el derecho (como
‘sistema jurídico’) no existe” (p. 225).

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