Un espía de otros tiempos

En las novelas de espionaje a veces se aprenden hábitos por contagio. El arribo de una nueva tarjeta de crédito conlleva en mi caso un ritual para deshacerse de la que acaba de caducar. Consiste en reducir el rectángulo plástico a pedacitos y luego deshacerse de los fragmentos por partes, en lugares bien apartados. El fin de semana último, después de una faena distraída, los restos quedaron entremezclados en un único montoncito. Poco más tarde se produjo un sobresalto: la tarjeta volvía a estar sobre la mesa. Mi hija la había tomado por un rompecabezas y se las ingenió para reconstruirla en tiempo récord. La desatención, dado el caso, era inofensiva; afortunadamente no había nada en juego. Richard Sorge, según muchos el mejor espía de todos los tiempos, había pagado un error similar con su vida.

Cuando cayó el Muro de Berlín -y con él comenzó a colapsar la Guerra Fría-, John LeCarré decretó que sus thrillers de espionaje habían perdido su sentido. Se equivocó, porque el fisgoneo adquirió nuevas formulaciones (que incluyen originales ejemplos recientes, como los de WikiLeaks o Edward Snowden), pero su intuición se reveló certera en un punto: el adiós a la polaridad planetaria volvía mucho más compleja su comprensión. La carrera de Sorge, anterior a todos esos dilemas, se movió, en cambio, dentro de fascinantes parámetros clásicos. No es casualidad que el ex oficial de inteligencia Ian Fleming, al dar forma a James Bond, tomara su figura -entre las muchas que lo inspiraron- como modelo.

¿Quién era Sorge y cuál fue su fallo letal? Había nacido en el Cáucaso en 1895 (su padre era ingeniero del petróleo) y durante la Primera Guerra Mundial se alistó en el ejército alemán. Herido, durante su convalecencia se dedicó a leer teoría comunista. Su pasión tenía antecedentes: uno de sus abuelos había sido secretario privado de Karl Marx. Después del conflicto bélico, estudió ciencias políticas y se afilió al PC. Su notable capacidad organizativa hizo que sus jefes políticos lo enviaran a estudiar a Moscú. Allí se trocó su destino. Jan Berzin, el patrón de la inteligencia militar soviética, lo reclutó, por aquel talento, como espía. Su primer destino fue Shanghai, donde logró rearmar una red de espías que, entre muchos datos fehacientes, informó del ascendente poder de Mao y que Alemania empezaba a deshacer sus tradicionales vínculos con China para aliarse con Japón.

Sorge había logrado armarse de una cobertura de periodista nazi convencido. Cuando llegó...

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