Los enemigos de la libertad

A mediados del siglo pasado, los líderes comunistas de América Latina estaban persuadidos de que la lucha armada y la guerra de guerrillas eran el camino para capturar el poder y, una vez victoriosos, llevar a cabo la revolución que acabaría con las injusticias y fundaría el paraíso igualitario, sin pobres.

Esa utopía sanguinaria y justiciera triunfó en dos países de la región: Cuba, 1959, con Fidel Castro, y Nicaragua, 1979, con Daniel Ortega. Tantas décadas después, los revolucionarios comunistas continúan usurpando el poder en ambas naciones. Aquella quimera, la de empuñar un fusil, disparar contra el Estado opresor y trepar al poder a sangre y fuego, fracasó, sin embargo, en otros países latinoamericanos, como Colombia, Venezuela, Perú y Bolivia.

En la última década del siglo pasado, un militar venezolano, Hugo Chávez, tramó y ejecutó un golpe felón contra el presidente legítimo de su país. Afiebrado por ideas nacionalistas de izquierdas, Chávez se levantó en armas contra la democracia. Fracasó. Fue arrestado y encarcelado. Pasó dos años en prisión. Al salir del calabozo, viajó a La Habana y conoció a Fidel Castro, el dictador cubano. Castro colonizó mentalmente a Chávez y lo convenció de que la revolución comunista, en los albores del nuevo milenio, tenía que reinventarse. Diseñaron entonces un nuevo método para llegar al poder: ya no vestirse de camuflaje y entregarse a la guerra de guerrillas, ya no conspirar con militares pérfidos para sublevarse y dar un golpe de Estado clásico con tanques en las calles, sino postular a las elecciones democráticas con un partido político, con una candidatura legal, como si ellos creyeran en la democracia. Dicha operación suponía entonces una impostura, un embuste, otra forma de camuflaje: Chávez debía simular que creía en la democracia, camuflar sus ideas comunistas, incluso criticar a la dictadura cubana. Esa postura, o esa impostura, era falsa, deliberadamente falsa, un artificio mentiroso, y tenía como propósito hacer creer al ciudadano venezolano que Chávez ya no era un golpista ni un espadón, sino un demócrata reformado, un socialdemócrata.

Por eso, en la campaña electoral de 1998, denostando por igual a todos los partidos políticos tradicionales, Chávez, con histrionismo persuasivo, con lenguaje moderado, se comprometió a no nacionalizar ni estatizar nada, a respetar a la empresa privada y la inversión extranjera, a no vulnerar la libertad de prensa, a gobernar apenas un mandato y luego...

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