Encuentros con personas notables

Una profesión tiene que ser verdaderamente apasionante para que, después de más de tres décadas sin feriados ni vacaciones de tiempo completo, uno siga tan encantado de encarar su trabajo cada día con la misma ilusión con que lo hizo la primera vez. Me siento afortunada por haberme dejado seducir por el periodismo científico cuando mis cuatro hijos eran chicos y tenía que correr de la escuela a la natación, y del yudo al Collegium Musicum. En todos estos años, cientos de libros y revistas sobre los temas más diversos, pero especialmente la generosidad de los propios científicos que estaban definiendo el conocimiento que alimentaría esas publicaciones, consumaron mi caótica curiosidad por los temas más dispares de la ciencia. Créanme: no hay nada mejor -ni más divertido- que tener permiso irrestricto para preguntar.

Así, como en Las mil y una noches (no la telenovela a cuya platea no pude sumarme), cada día nos espera un banquete de maravillas que puede incluir de las rarezas del sistema inmune a los de los agujeros negros, la mitología del zoológico subatómico, los misterios del cerebro, la vida íntima de las hormigas, o las semejanzas matemáticas entre los gases y la economía bancaria.

Qué privilegio poder transitar con la imaginación por los diminutos engranajes de la vida, desconcertarse con la sociología de las religiones o imaginar los monstruos estelares donde se originan los rayos cósmicos de alta energía de la mano de esos "detectives" de sed insaciable.

Algunos, como Manuel Sadosky, ya eran sabios reverenciados cuando tuve la fortuna de conocerlos. Me guiaron por los entretelones de sus exploraciones, compartiendo sus certezas, pero también su incertidumbre, mientras contaban en primera persona las aventuras rocambolescas de los primeros días del sistema científico nacional. Hugo Scolnik, que participó de la puesta en marcha de la antológica Clementina, la primera supercomputadora que tuvo el país, es un buen ejemplo de lo que significa educación informal: cuando "meto la pata" en un tema de su área, no tarda en llegarme un correo que lo aclara con precisión.

En uno de esos viajes a un pasado de película, José Santomé y Juan Dellacha, su colega y amigo de décadas, recuperaron una historia que merecería figurar en los programas escolares: la de la secuenciación y producción en el país de la hormona de crecimiento, una epopeya que abarcó a...

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