De encuentros y despedidas

Está por última vez de pie junto a su madre, tan sola de pronto, abstraída en ese súbito desamparo, quién sabe entregada a qué recuerdos en el frío glacial de la capilla funeraria. Con un brazo enlaza la cintura de su hermano, ahueca la cabeza en su pecho en busca de amparo y le acaricia la espalda llevándole sosiego con la misma mano con que hace un segundo acomodó el pelo de su madre para volverla aún más bella, aunque nunca tan hermosa como quedará para siempre en su recuerdo.

Me he quedado de pie a un costado de la sala, y cuando viene hacia mí la abrazo por primera vez en los treinta años en que nos conocemos. Me mira con los ojos húmedos, y en el rostro demudado están la tristeza infinita y el desconsuelo, las fatigas de una noche en vela, porque quién puede dormir cuando el mundo le tiembla así bajo los pies, quién puede pegar un ojo cuando son tantas las preguntas acerca del futuro, la vida es otra vez un enigma. No le pregunto qué ha sucedido, de seguro lo ha contado tantas veces esta mañana con la incredulidad con que se cuentan los dolores indecibles que no se esperan y cambian una vida para siempre. Sonrío a medias, un modo de acariciarla pues no me atrevo a decirle cuánto la quiero, quizá porque nunca lo he sabido hasta que anoche alguien me dijo que había muerto su madre y pensé ay, se ha quedado sola en este mundo, tan sola de pronto, y tuve ganas de abrazarla.

Decimos unas pocas palabras. Recuerda que su padre murió cuando era muy pequeña. Le digo tontamente que los padres solemos desesperarnos en la idea de morirnos demasiado jóvenes, cuando sentimos que nuestros hijos son aún muy pequeños, porque tememos dejarlos desnudos frente a las hostilidades del mundo. Quiero llevarle un vaso de agua a mi hermano, murmura. Quiere tomarse de la mano de su hermano para no sentirse tan sola, y para no dejarlo tan solo a él en esa orfandad de a dos. Quiere reunirse de nuevo con él –la memoria compartida de la infancia– para decirse el uno al otro palabras de consuelo y recordar a su madre, porque hay en esa primera evocación que sucede a la muerte de un ser querido un modo de retenerlo entre nosotros, una lenta despedida en la que precisamos comprender la violencia de la muerte y el vacío absurdo que deja ante nosotros, un adiós que es mirar atrás, buscar cobijo en ese recuerdo, acaso calma.

Cuando nos despedimos...

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