Cómo empieza 'Violeta', uno de los libros más vendidos del año

Isabel Allende

Vine al mundo un viernes de tormenta en 1920, el año de la peste. Esa tarde de mi nacimiento se había cortado la electricidad, como solía suceder en los temporales, y habían encendido las velas y lámparas de queroseno, que siempre mantenían a mano para esas emergencias. María Gracia, mi madre, sintió las contracciones, que tan bien conocía, porque había parido cinco hijos, y se abandonó al sufrimiento, resignada a dar a luz a otro varón con ayuda de sus hermanas, quienes la habían asistido en ese trance varias veces y no se ofuscaban. El médico de la familia llevaba semanas trabajando sin descanso en uno de los hospitales de campaña y les pareció una imprudencia llamarlo para algo tan prosaico como un nacimiento. En ocasiones anteriores habían contado con una comadrona, siempre la misma, pero la mujer había sido una de las primeras víctimas de la influenza y no conocían a otra.

Mi madre calculaba que había pasado toda su vida adulta preñada, recién parida o reponiéndose de un aborto espontáneo. Su hijo mayor, José Antonio, había cumplido diecisiete años, de eso estaba segura, porque nació el año de uno de nuestros peores terremotos, que tiró medio país al suelo y dejó un saldo de miles de muertos, pero no recordaba con exactitud la edad de los otros hijos ni cuántos embarazos malogrados había padecido. Cada uno la incapacitaba durante meses y cada nacimiento la dejaba agotada y melancólica por mucho tiempo. Antes de casarse había sido la debutante más bella de la capital, espigada, con un rostro inolvidable de ojos verdes y piel traslúcida, pero los excesos de la maternidad le habían deformado el cuerpo y agotado el ánimo.

"Violeta", de Isabel Allende

En teoría, amaba a sus hijos, pero en la práctica prefería mantenerlos a una confortable distancia, porque la energía de ese tropel de muchachos producía un disturbio de batalla en su pequeño reino femenino. En una ocasión le admitió a su confesor que estaba señalada para parir varones, como una maldición del Diablo. Recibió la penitencia de rezar un rosario diario durante dos años completos y hacer una donación significativa para reparar la iglesia. Su marido le prohibió volver a confesarse.

Bajo la supervisión de mi tía Pilar, Torito, el muchacho empleado para todo servicio, trepó a una escalera y amarró las cuerdas, que se guardaban en un armario para esas ocasiones, en dos ganchos de acero que él mismo había instalado en el cielo raso. Mi madre, en camisón, arrodillada, colgando de una cuerda en cada mano, pujó por un tiempo que le pareció eterno, maldiciendo con palabrotas de filibustero que jamás empleaba en otros momentos. Mi tía Pía, agachada entre sus piernas, estaba lista para recibir al recién nacido antes de que tocara el suelo. Tenía preparadas las infusiones de ortiga, artemisa y ruda para después del parto. El clamor de la tormenta, que se estrellaba contra las persianas y arrancaba pedazos del tejado, apagó los gemidos y el largo grito final cuando asomé primero la cabeza y enseguida el cuerpo cubierto de mucosidad y sangre, que resbaló entre las manos de mi tía y se estrelló en el suelo de madera.

—¡Qué torpe eres, Pía! —gritó Pilar alzándome de un pie—. ¡Es una niña! —agregó, sorprendida.

—No puede ser, revísala bien —masculló mi madre, agotada.

—Te digo, hermana, no tiene piripicho —replicó la otra.

Esa noche, mi padre regresó tarde a la casa, después de cenar y de jugar varias partidas de brisca en el club, y se fue directamente a su pieza a quitarse la ropa y darse una friega profiláctica de alcohol antes de saludar a la familia. Le pidió una copa...

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