El embrujo de una voz de ensueño

Es un hilo de voz el que me arranca del sueño, una voz taciturna que en otra vida fue esplendorosa, viril y cautivó el corazón de las mujeres. El tarareo vacilante trae una canción triste de otro tiempo, una historia de desamor y abandono. La voz fatigada se abre paso en el silencio de la madrugada, deja escuchar sus estrofas dolientes, evoca los fulgores de un amor vehemente y las desdichas que lo sepultaron. De pronto calla, no cuando la canción concluye, sino apenas su letra trae algún recuerdo que es insoportable. Cuando regresa, la voz quiere recobrar el brillo del pasado, pero se derrumba, sin más: es el recuerdo de una voz, la voz de un hombre viejo y solo.

En la neblinosa frontera del sueño escucho al cantor con la inocencia y la felicidad súbita de un niño. La voz me acerca los sonidos de la infancia, de tangos antiguos que solían despertarme en las mañanas. Es la voz de mi padre, solo en la cocina de la casa emulando a los cantores de tangos que admiraba. Es mi padre enseñándome a reconocer el estilo de cada orquesta de los años dorados, ensayando un extraño silbido cuando imita los violines de Carlos Di Sarli o pegando con el puño golpes furibundos sobre la mesa cuando remeda el ritmo febril de los bandoneones de Osvaldo Pugliese. Es la eterna discusión sobre el Polaco Goyeneche, cuya expresión honda y rasgada en el final de su carrera admiro para desesperación de mi padre, que conoció los destellos de esa voz treinta años antes y se enfurece conmigo. "No entendés nada", me dice. Soy yo entonces quien arremete con Astor, azuzándolo, provocándolo con tal de prolongar esa charla antes de que me lo arrebaten el trabajo, mi madre o sus vastos silencios. Es mi padre quien dice ahora que el mejor Piazzolla fue el arreglador de Troilo, que después Astor dejó de hacer tango, el tango es otra cosa, nene, aunque con el tiempo él irá a reconocer que alguna razón tenía yo, y entonces concederé que sí, tenés razón, papá, el Polaco de la década del 50 era fantástico, quizás el mejor de todos los tiempos, porque al fin y al cabo no se puede hacer de hijo todo el tiempo.

Un leve quejido me devuelve de ese recuerdo. La voz se ha detenido un instante. En ese paréntesis voy a su encuentro. Me detengo en el umbral del vecino, golpeo sobre la puerta y aguardo. La puerta se abre, y en la penumbra ocre del atardecer veo a un hombre cualquiera tocado por un rasgo excepcional: su rostro es casi una réplica del...

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