Los editores que amaban a los perros

Alfred A. Knopf tenía 23 años en 1915, cuando su padre le prestó los 5000 dólares con los que se lanzó al negocio. Junto con Blanche Wolf, su novia, que por entonces tenía 21 años -ambos judíos neoyorquinos, hijos de inmigrantes-, decidieron que su futuro estaba en los libros y que esa pasión común por la lectura, que había sido una de las grandes coincidencias entre ambos, además podía ser un próspero negocio. Decidieron también que para su catálogo, la forma y la excelencia de la edición serían tan importantes como el contenido de sus libros y el nombre de sus autores, y hacia allá fueron, con trabajo y tenacidad.

Blanche pensó que la imagen de un borzoi, ese tradicional galgo ruso al que amaba Trotsky y al que homenajea Leonardo Padura en su famosa novela, podía darle un potente rasgo de identidad al sello. Blanche se convirtió en la única empleada de la firma, mientras él salía personalmente a vender sus obras. Le creyó cuando él le dijo que el mundo editorial no estaba preparado aún para aceptar a una mujer como editora, pero que después de un tiempo iba a añadir su nombre al logo de la marca. Con el correr de los años, no dejó de lamentar que su marido no cumpliera su promesa, pero eso no la hizo abandonar la empresa. En realidad, no abandonó ninguna de las empresas que fundaron juntos, pese a la decepción y el desengaño: hasta su muerte, en 1966, siguió siendo el alma de la editorial y también la esposa del gran editor estadounidense.

Una biografía de reciente aparición y título extenso y algo redundante (The Lady with the Borzoi: Blanche Knopf, Literary Tastemaker Extraordinaire, de Laura Claridge) intenta ubicar en la historia a la señora Knopf como la verdadera hacedora de los éxitos de la editorial. Ella se inclinaba por la ficción y la poesía, a él le interesaban los libros de no ficción. Fue por ella que se firmaron los contratos con los maestros de la novela negra Dashiell Hammett, Raymond Chandler y James M. Cain. Cuando advirtieron que les iba a ser difícil competir por más talentos locales, comenzaron a viajar en busca de textos y firmas a Europa y América latina, y así incorporaron al catálogo autores como Thomas Mann, Camus, Gide, Sartre, Simone de Beauvoir y Jorge Amado.

Hay que ser justos: para la época en que Blanche tejía contratos, seducía autores y leía manuscritos, el trabajo de una mujer en el mundo editorial pasaba por invisible, más allá de la voluntad de su esposo. Tanto es así que en 1965 no se le permitió...

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