Un día de invierno, sentada sobre un viejo árbol caído

No era un arma, era un cuchillo mediano de filetear pescados. La hoja, en la que se leía Dehillerin-Paris, de tanto afilado estaba muy fina. Con mango de madera negro, tenía un estuche de cuero gastado y lo llevaba en el bolsillo de su saco, arropado entre sus dedos. El saco tampoco era de ella, también se lo había regalado su padre. Era un blazer añoso; un hermoso tweed escocés camello negro que de tanto uso abrazaba los trazos de la vida de quienes lo llevaban, los de su padre y ahora también los de ella.En invierno, como ese día, ella se lo abotonaba hasta arriba levantando el cuello y cerrando ese ultimo botón escondido debajo de la solapa que le daba abrigo al pecho. Parecía imposible, pero era cierto que en medio siglo él nunca perdiera un botón; ellos tenían un arraigo de noble hechura, y cada vez que los abotonaba parecían conocer los espacios del ojal con hidalguía, certeza y comodidad, como las echaderas de las liebres o como la cabeza de su amante, que a la siesta se dormía sobre su mano.Antes de salir se había mirado al espejo y se sintió protegida por aquella lana tejida que abarcaba el apresto de tanta tradición. Mientras caminaba por el bosque ella pensaba que la vida le había enseñado eso; conocer y apreciar los pequeños gestos de los objetos; la pátina de su colección de bronces, los ladrillos de su casa carcomidos por el tiempo o las manchas de los espejos biselados que parecían haber dormido siempre como silenciosos testigos del comedor de su casa. La correa de cuero de su bolso, que llevaba cruzado en el pecho, colgando sobre su espalda, contenía sus tesoros para el mediodía.Frecuentemente salía sola a caminar por horas en el bosque que conocía con detalle, del ir y venir desde que era una niña. Vio que un viejo y enorme árbol había caído de raíz y se acercó a mirarlo, su tronco magnánimo había destrozado todo lo que había encontrado a su paso. Lo midió con pasos y contó sesenta y ocho metros de extensión...

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