Develada. En blanco y negro sobre papel

La memorable Underwood: la autora atesora la máquina que usaba su abuelo, Roberto Gil, para escribir radioteatros, guiones de televisión y letras de tango

Mi padre llora calladito en un banco de piedra en el Cementerio de la Recoleta, muy detrás de toda la gente que se agolpa en el lugar, las dos manos apoyadas en su bastón sobre las que cada tanto descansa la frente. Le duelen los pies y para la ocasión se puso unos zapatos "pitucos" que le regaló su amigo, un saco azul, una corbata a rayas y seguramente (porque ya no lo recuerdo bien) un escudito del Olivos Rugby Club en la solapa.

Llora para adentro, como lo hacen algunos hombres en público, pero le caen unos lagrimones de los ojos que se le han vuelto más chiquitos con los años. Su edad, un Parkinson ya avanzado y quien sabe cuántos achaques más no le impiden cierta claridad tanguera para describir lo que le pasa: "tengo la cabeza hecha un quilombo de tanto recuerdo". A su amigo, el que le regaló los zapatos pitucos, se lo están llevando despacio, y la gente empieza a acompañar a paso lento. Lo ayudo a pararse con un método que él mismo me enseñó y consiste en empujarlo desde atrás de la cabeza, casi la nuca, como para darle envión. "Vos no me agarres, voy yo". Suena ridículo, pero funcionaba.

En la biblioteca de mi casa, lugar al que siempre recurro en busca de recuerdos e ideas, está la vieja máquina de escribir Underwood que usaba mi abuelo, Roberto Gil, Erregé como solía firmar.

En la biblioteca de mi casa, lugar al que siempre recurro en busca de recuerdos e ideas, está la vieja máquina de escribir Underwood que usaba mi abuelo, Roberto Gil, Erregé como solía firmar. Erregé fue el que le puso a Corrientes "la calle que nunca duerme". En esa máquina escribió radioteatros, guiones de televisión y varias letras de tango. El abuelo Tito fue un hombre ausente, de mi vida al menos. Pasó como una idea, con un vago recuerdo de su voz y de verlo desayunando en su mesa de comedor. También una foto en la que camino a puro pañales y rulos de su mano por el jardín. Por lo demás, a mi padre le heredó su nombre exacto y a mí un padre sensible y un poco herido por la vida.

En la calle de Olivos frente a la Quinta Presidencial que compartían en la niñez, mi padre y su amigo que le regaló los zapatos pitucos andaban en bicicleta y comían las milanesas de mi abuela Azucena. Podría llamar a mi tío y pedirle anécdotas, pero a veces me gusta rescatar las que tengo en mi cabeza, así nomás como vienen...

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