El desorden establecido

En los últimos años, según el discurso oficial, se habla constantemente del retorno de la política y del papel central del Estado, como si antes de 2003 la única intención que animara a los gobernantes hubiese sido el desmantelamiento de la esfera pública. La política habría permanecido en suspenso, poco menos que abolida, y también la acción del Estado, en un vacío donde tan solo se destacaba en el país la presencia viciosa de unas corporaciones -entre ellas desde luego la mediática- que reproducían su propia dominación. La irrupción del kirchnerismo en su doble versión, masculina y femenina, habría abierto curso a una nueva historia, sin duda heroica, imbuida de la potencia necesaria para redimir esa penosa situación.

A poco que se observe esta construcción ideológica y se la ponga en tensión con los últimos datos de la realidad, se puede precisar mejor el ángulo estrecho de una visión que gozó, durante casi dos quinquenios, del sustento derivado de cambios favorables en el comercio internacional y de un ascenso espectacular en el concierto de las naciones de los países emergentes (entre ellos, mucho más que la Argentina, Brasil).

En cierta medida éste es un tiempo pasado, no exclusivamente por razones exógenas. Hoy la materia dura del Estado y la economía está crujiendo. No se ha desmoronado, nada de eso, pero los indicadores auguran una circunstancia mucho menos propicia que aquella en que imperaba el consumo masivo, cundían los subsidios para las clases medias y los superávits gemelos despejaban el campo de la incertidumbre. Con ello, las pasiones e intereses se calmaban.

El pasaje de la incertidumbre al desencanto y tras él al disgusto y a la frustración no es una novedad propia de este gobierno. Es, al contrario, resultado de una larga decadencia del Estado y de una no menos pronunciada declinación del concepto de servicio público.

La tragedia de la estación Once es, más que un hecho aislado, otro episodio dañino de la cadena de incompetencias que nos ha legado el imperio de una legalidad malsana. La responsabilidad del Gobierno en funciones reside precisamente en esa incapacidad para torcer el rumbo de un Estado privado de control. Por más que se insista, la retórica ya no puede enmascarar estas carencias.

No se trata, por cierto, de constatar que no hay instituciones. En rigor, las instituciones prolongan lo mejor y lo peor de nosotros. El genio del estadista consiste en dar en el blanco para institucionalizar lo mejor. Si...

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