Un desertor involuntario

A los 19 años, cuando me tocó el servicio militar, mi destreza con la máquina de escribir me colocó en el puesto de escribiente del jefe del Regimiento de Patricios. Luego de la espinosa instrucción en Campo de Mayo, tendría un tranquilo trabajo de oficina, de lunes a viernes, de 6 a 18. Sonaba muy bien. Pero no había leído la letra chica.

Cuando regresamos al cuartel, en el barrio de Palermo, conocí la que sería mi oficina durante los siguientes 13 meses, y a mi jefe, un corpulento suboficial principal de aspecto temible. Una de mis misiones sería la de publicar cada mañana la Orden del Día. Tenía un mimeógrafo, una máquina de escribir y esténciles. Ni la milicia había conseguido apartarme de mi periódico oficio. No iba a ser un trabajo muy incisivo, cierto, pero estaba exultante. Aquel plan bosquejado rápidamente 40 días atrás estaba marchando sobre ruedas. Desde los 10 años, mi pasión era la escritura. Incluso tipear o garrapatear tonterías o formulismos me daba placer. Para mí, escribir era -y sigue siendo- algo del cuerpo, como bailar o nadar. Iba a pasar la colimba escribiendo. ¿Qué podía salir mal?

A la hora del almuerzo, mandaron a un soldado de mi compañía a buscarme para el rancho. Sobre el final de la grasosa pitanza, un suboficial leyó la lista de los soldados que harían guardia esa noche. Desde luego, mi nombre estaba allí.

Por la tarde, volví a mi oficina haciendo números. No me cerraban por ningún lado. Todo indicaba que debía trabajar de día y hacer guardia de noche. Algo no estaba bien, pero, qué remedio, aquella noche hice mi primera guardia. Fue una experiencia interesante, aunque no me seducía repetirla. De dormir, como sospechaba, poco y nada.

Al día siguiente, somnoliento, le di vueltas al asunto durante varias horas y, al terminar la jornada, le planteé el problema a mi jefe. No lo sabía todavía, pero acceder al puesto de escribiente exigía un rito de pasaje.

-Así que usted quiere dormir de noche y trabajar de día -resumió, divertido, pero siempre con cara de pocos amigos.

-O al revés, mi principal.

-Es su problema -sentenció, y se dio media vuelta para salir. Justo antes de atravesar la puerta se detuvo, hizo como que pensaba un poco, volvió sobre sus pasos, abrió una puerta del armario de la...

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