Desconcertada. Nuestra fábrica de recuerdos

La autora de esta nota, en plena maratón de Buenos Aires: una apuesta que comenzó impulsada por el azar, siguió entre la improvisación y el desafío a la rutina, y culminó con alegría, amigos y abrazos

A diferencia de una campaña electoral, la maratón enseña a no hipotecar el futuro: no hay que apresurarse y gastar de más para ganar porque la prodigalidad (EXCESO) después se paga con dolor, desesperación y, muy probablemente, fracaso.

En el caso de la campaña -o en realidad, de esta campaña-, el porvenir es el día después de la votación y los meses que le siguen. En el caso de la maratón, son los últimos diez kilómetros o, si el cuerpo está bien entrenado, los cuatro o cinco kilómetros finales.

Más largo o más corto, para un atleta profesional o para un deportista recreativo, ese remate es un desafío titánico a la cabeza, el corazón y, por supuesto, los pulmones y las piernas. No hay órgano que no sufra, no hay emoción que no surja.

Si en la primera mitad de la carrera, esa que es tan descansada y serena que todo sale como uno quiere y el final soñado parece posible, el ritmo se acelera y la energía se despilfarra, los segundos 21 kilómetros llegarán con muchas más complicaciones de las planeadas.

Mejor es empezar de a poco y tomar velocidad con los kilómetros para evitar que el cuerpo se queme de entrada. O, en mi caso, mejor empezar de a poco y seguir también de a poco. Mi última maratón, la del domingo pasado, eran mis décimos 42 kms. Experiencia no me faltaba, pero tampoco años e improvisación.

El azar fue el responsable de esa carrera . La página de inscripción de la media maratón estaba colgada por lo que terminé anotada en los 42 kilómetros, tres semanas antes de que se corriera, cuando otros ya llevaban dos, tres o cinco meses de entrenamientos.

Compensé mi falta de preparación con un inédito entusiasmo por improvisar, por cortar con un año y medio de monotonía de pandemia y con una vida de rutina planificada al segundo. Contrapesé mi falta de kilómetros corridos con una dieta no muy estricta de más proteínas, más horas de sueño, menos vino y cero cigarrillo.

Terminar la maratón y hacerlo con dignidad era mi objetivo, aun cuando Jorge González Guedes, mi entrenador, confiaba en que podría correr con más soltura de la que yo creía. "Nada de tiempos", me repetía mi cabeza, en una respuesta silenciosa a la propuesta de Jorge.

Así llegué al 10 de octubre pasado. Mejor dicho, llegamos. En el camino de la improvisación había encontrado un...

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