La Davis es una manera de estar vivo

Puristas y académicos aconsejan no mezclar patria con deporte, no confundir símbolos sagrados con una pelota o, en este caso, una raqueta. En el tenis, esa separación la tienen garantizada con un largo circuito profesional que ofrece una catarata de partidos que, con contadas excepciones, están destinados emocional y sentimentalmente a la indiferencia, a pasar rápidamente de largo. Partidos asépticos, pulcros, pasteurizados. Y ni hablar de las exhibiciones, que a nadie le hace subir las pulsaciones aunque el tenista más histriónico despliegue su repertorio de virtuosismo y payasadas.

Al tenis le hace falta la Copa Davis para que sea un deporte ejercido por ciudadanos de bandera, para sacarlo de la campana de cristal, de una dinámica funcionarial. Si el circuito de la ATP es para los tenistas el "no lugar", algo así como los aeropuertos y los shoppings, la Copa Davis los conecta con sus raíces, les devuelve una identidad y un punto de radicación. Si Mayer le gana a Souza o Delbonis a Bellucci por la primera rueda del abierto de Bucarest, sólo ellos y sus entrenadores lo recordarán. Y es posible que ni levanten los dos brazos para celebrarlo. Pero si lo consiguen por la Copa Davis, como lo hicieron, se inundan en un mar de lágrimas dulces y se hacen un lugar en la...

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