Daños colaterales en la vida de una lectora

Las recuerdo con el desconsuelo de quien pierde algo que alguna vez amó: sesenta cajas amontonadas en el living. Mi biblioteca completa en los embalajes de una mudanza. La tregua que impone la refundación de una vida. Los muebles y los objetos nunca fueron para mí un desvelo. Pero sí las lecturas que forjaron a aquella que fui. Aquel cementerio de libros se debatía entre la orfandad y el destierro.

Capeaba la crisis de los 40. Un grito ahogado imponía soltar lo pretérito. Alivianarme durante ese "viaje" para zambullirme con ímpetu en lo nuevo. El dilema era introspectivo, casi de orden filosófico, y encerraba un cálculo espacial: reconstruir o no aquella biblioteca en el nuevo hogar, mucho más pequeño. Podía rescatar los libros más señeros. Inventarles un índice de felicidad?

Pero, como en toda crisis, la receta iba a ser radical: necesitaba desmentir la idea de que la literatura es siempre más interesante y más bella que la vida. Y crear un nuevo orden en mi limitado universo: dotarlo con un tipo de biblioteca experimental hecha de "libros en blanco". Un espacio mental alejado de lo intelectual, y más cercano a las experiencias. A ese renacimiento podría sumársele, eventualmente, las complicidades de nuevos autores. Otras respuestas. Nuevos desvelos.

Había que desaprender lo aprendido. Quitar la red de contención literaria para rediseñar una vida que, aun imperfecta, me expulsara del lugar seguro del libro. Cuando uno intuye que la juventud se acaba, aparecen inquietudes raras. La ilusión, acaso, de poder algún día contarles a los nietos historias propias, inéditas.

Las neurociencias podrán refutarme, pero no suelo recordar hechos, sino emociones. Sólo después asoma la memoria visual. La imagen capaz de reconstruir hechos, tramas, conceptos.

Por eso ahora, víctima de aquel irracional desapego, siento la necesidad de inventariar el contenido de esas cajas. De evocar, de manera abreviada, los daños colaterales de batallas estériles.

Sobrevienen especialmente las emociones inaugurales: La insoportable levedad del ser (Milan Kundera) fue apenas un fugaz embeleso, ya que el libro primigenio, aquel que me convirtió en lectora tardía, vino con el soliloquio desquiciado de Holden Caulfield en El guardián entre el centeno (J. D. Salinger). Desde entonces los lomos lucieron doblados, y las páginas subrayadas con tinta, profanadas con disquisiciones vacuas. En inglés, mi puerta de entrada a la lectura, conocí la dimensión de la empatía con Gregorio...

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