Culturas empecinadas en sobrevivir

Dicen que el día en que encontraron a estas momias se podía percibir todavía su olor. No los efluvios de un cuerpo en descomposición. Cuando los arqueólogos dejaron a un lado sus picos y sus palas, cuando los cinceles y las cucharitas quedaron sobre el suelo salpicado de nieve y de tierra, a un lado del pozo sacrificial en las alturas, los tres niños que habían estado refugiados allí durante siglos olían. Olían a sus vidas anteriores.El hallazgo de las momias del Llullaillaco fue una proeza científica y los detalles del descubrimiento -tres niños momificados en perfecto estado de conservación, con sus chuspas, sus sandalias, sus plumas blancas, sus miniaturas textiles, sus spondyl us sagrados y los ornamentos de la ceremonia final- deslumbraron a legos y expertos. Conmovía ver esas figuras que atesoraban todavía su condición humana; tres niños dormidos detrás de los cristales del Museo Arqueológico de Alta Montaña, en Salta. Tan bien conservados que no parecían momias; eran personas dormidas a las que se podía espiar en su eternidad.Las comunidades de pueblos originarios pusieron el grito en el cielo cuando se los bajó de la montaña y se los preparó para ser exhibidos. Donde se leía hallazgo, ellos escribieron profanación; donde se leía exhibición científica, pusieron sacrilegio. ¿Alguien se imagina un museo que exhiba cuerpos arrancados de cementerios cristianos, judíos, musulmanes?Pero ¿quién de nosotros podría considerar pensarlo así? ¿O no es evidente el valor histórico y científico de esos cuerpos robados a la montaña? Hasta podría pensarse la avidez turística que inundó el museo (han llegado hasta los 100.000 visitantes al año) como un híbrido cultural, una veneración profana y anacrónica de esos cuerpos, del misterio que encierran, de la fe que los llevó hasta allí, hasta el vientre de la montaña en las alturas, es decir, a las entrañas de Dios. Porque eso, divinidades, son todavía las montañas para los pueblos andinos.No sería el primer malentendido. Donde nuestra cultura ve proeza científica, gloria y trofeo de exhibición -cuando no un pingüe negocio-, las comunidades originarias sienten otra vez el cachetazo de los vencedores.Algo de ese equívoco, de no estar hablando de lo mismo unos y otros, se hace visible con frecuencia en un país donde los descendientes de antiguos pobladores alcanzan apenas el 2,38% de la población total (unos 955.032 habitantes), pero trepan notablemente en algunas provincias: en Chubut, el 8,5% de la población total se...

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