Buenos Aires, la ciudad de las mujeres en un juego de apariencias

Nunca ha sido una santa más allá de su nombre, y tampoco sus aires han sido buenos.

Buenos Aires siempre ha sido eso: un juego de apariencias, un espejismo europeo al sur de Bolivia. Y entonces, y ahora, los cimientos de esta ciudad fantasmagórica se han amasado con cuerpos de mujeres. Con huesos de mujeres.

En ese modelo de periodismo que es El camino de Buenos Aires, el libro en el que el periodista francés Albert Londres expuso como nunca la explotación sexual de mujeres en la "Reina del Plata", hay una escena terrible.

Sin sexo, sin golpes, sin sangre y –por eso mismo– eterna: una orquesta de señoritas (un entretenimiento típico en los cafés de los años veinte) toca cinco violines en un bar en La Boca. Pero ninguno tiene cuerdas; lo que se escucha es un disco de pasta oculto tras los cortinados.

Todo es una pantomima que no tiene otro fin que exhibirlas al público. A los posibles compradores. Ellas, y no la música, son lo que está realmente en venta. Lo sé porque una de mis abuelas, llegada de Viena, fue alguna vez parte de ese ejército ausente que erigió esta ciudad. También lo supo Albert Londres y por algo propuso –irónico– levantar en pleno centro porteño un monumento a la "gallina". Así se les decía entonces a las cocottes francesas.

Hoy, cuando escribo, 8 de marzo, todo vuelve a latir al paso de ellas. Muchas tienen la edad de mi abuela cuando llegó a Buenos Aires, y hasta puede que la misma ilusión.

Van en el subte A, maquilladas de violeta y de verde, charlando. Son cientos. Algunas tienen un símbolo femenino pintado en la mejilla; otras llevan la llave de Isis alrededor del ojo, hecha con brillantina. Las miro pintarse, con arte y con ganas: trajeron los pinceles, las pinturas, los brillos. Trajeron las banderas y hasta a sus amigos. Y ahora marchan por...

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