Blues del cuarto de hotel

Las habitaciones de hotel son como vasos vacíos que nosotros, una vez adentro, vamos llenando con los objetos que nos acompañan -un libro, una laptop, el abrigo- y nuestra mera presencia. Con cada hora que pasamos en ellas, ese vaso está un poco más colmado. Después de la aprensión inicial, vamos reconociéndonos en los elementos que la pueblan -la cama, la mesa, la luz en la ventana, el frigobar o la bombilla desnuda en el techo, según el caso- y de pronto advertimos que nos hemos volcado por completo en ese espacio que al principio nos había resultado ajeno y hostil. Cuando nos vamos, alguien se encarga de vaciar el vaso. Pero queda un fondo, por eso un cuarto de hotel nunca es enteramente nuestro: los que han pasado antes de nosotros se niegan a irse del todo.

Una habitación de hotel es un paréntesis, un alto en el camino, una transición, y al mismo tiempo una metáfora de la vida: estamos de paso. Venimos de algún lado y vamos a otro. El bolso a medio deshacer al lado de la cama nos recuerda que no estamos en nuestro hogar, aquello es apenas un techo o un refugio donde pasar la noche. Pero también es posible que no sepamos del todo de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, o qué nos puede estar esperando mañana allá afuera. Entonces esa habitación de hotel, ese refugio provisional, se convierte en todo lo que tenemos y la metáfora adquiere su verdadero valor.

Hay cuartos de hotel que uno recuerda. Entre ellos, aquel de Chacabuco en el que recalamos con mi mujer y mi hija mayor, entonces de cuatro o cinco años. Habíamos viajado de Buenos Aires a la tierra de Haroldo Conti, donde me iban a entregar un premio literario, y nos derivaron a un clásico hotel de pueblo. Mi mujer dice que vio el cuarto que nos esperaba cuando, en la recepción, se nos acercó el conserje con las toallas mal dobladas en la mano. La parte inferior de la remera se hinchaba sobre su panza y le dejaba el ombligo al aire. La habitación estaba tan sucia que mi mujer, con razón, nos obligó a dormir vestidos, sobre las camas hechas. Lo peor de todo, para ella, fue que yo estaba más afligido por los errores de tipeo del libro que reunía los cuentos premiados que por el lugar donde debíamos esperar el día. Hoy nos reímos al recordar aquello.

Me rehabilité con el hotel en que paramos, unos años después y ya con nuestras dos hijas, en la ciudad de Chicago. Contaré sólo un detalle: en la heladerita...

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