Bienvenidos al club, hijos queridos

¿Soñaba con los elefantes que ya habría montado en la India, de paso hacia las llanuras verdes y húmedas del río Mekong, o con los tigres de Bengala que podría acariciar en Camboya? ¿Le llegaba mientras dormía ese aroma inconfundible del mercado que impregnaba la piel, la ropa amontonada en la mochila? ¿Soñaba que era feliz porque al fin estaba ahí, tan lejos de casa, tan cerca de su deseo? Cuando el humo fatal del incendio se apoderó del hostel y de los sueños que empezaban a concretarse allí, en la mítica Saigón, ¿habrá pensado, como el capitán Beto de la canción de Spinetta, por qué habré llegado hasta aquí, o la habrá cobijado la íntima satisfacción de pensar que, si tenía que suceder algo así, mejor allí, en medio de los sueños que perseguía?

La viajera que alguna vez fui o soñé ser puede pensarlo de ese modo. La madre que soy hoy no puede dejar de pensar en esa otra madre, la de la turista argentina atrapada en el humo de un incendio al otro lado del mundo. Ay, el oficio paradójico de ser padres. Siempre tironeados entre el deber de impulsar a los hijos al vuelo y el instinto protector de guardarlos más tiempo en el nido. La secreta ansiedad de darles alas a sus sueños y la mezquina necesidad de garantías que llega cuando llegan los hijos y, entonces, caminar por las múltiples cornisas de la vida ya no nos fascina como antes. Donde ellos dicen desafío, independencia, hambre de infinito, en algún lugar de las entrañas; nosotros escuchamos riesgo, peligro, amenaza.

Miedo de no saber soltar o de estar soltando demasiado. Una inquietud que no necesita de aventuras extraordinarias para activarse. Acá nomás, las primeras vacaciones con amigos, las salidas nocturnas sin horario de regreso, los comienzos de las matinés, el viaje solos en colectivo, un paseo en moto con el novio, una vuelta en bicicleta dos cuadras más allá, cualquier cosa puede despertar el celo animal que nos tiene con el corazón en la boca hasta que llegan. Y ellos, como si nada

Después de uno de esos sustos que nos depara la vida de los hijos, una amiga se preguntaba si no sería necesario contarle de nuevo Caperucita Roja a su hija de 24 años, por si lo del lobo no había quedado claro. Sabia, cuando ya había repasado cientos de veces el episodio y se había atormentado con el ineludible "qué hice mal, en qué me equivoqué", mi amiga llegó a la mejor conclusión posible: "Mi hija exprime la vida que le di".

¿Qué más podemos pedir como padres? Sí, algo más: que la exprima sin...

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