Una biblioteca sin libros

L a solución más sencilla a problemas complejos a veces descansa frente a nuestras narices.Desde hace un tiempo soy contrabandista. Trafico libros. A pesar de ser artículos de curso legal, ante cada operación se me acelera el pulso y transpiro como si llegara al aeropuerto de Chicago con diez kilos de cocaína en el bolso. El paso a franquear es la puerta de mi casa, una frontera menos caliente que la norteamericana pero siempre complicada. Preferiría enfrentarme a los agentes de inmigración, con sus perros incluidos, que a la autoridad que me espera del otro lado, aun cuando sea capaz de recibirme con la mesa puesta y el aroma de unas papas al horno. Sabe detectar el peso extra en la mochila apenas me asomo: una leve inclinación del hombro delata el kilo y medio de los cuentos completos de Thomas Mann o de las cartas reunidas de Cortázar.Todo lo que pesa supone un volumen y eso fue lo que nos condujo a la guerra no declarada que comenzó la noche en que deposité sobre la mesa los tres tomos de Los miserables , tapa dura, que me había mandado al diario una editorial.-¿Hasta cuándo vas a seguir trayendo libros? -dijo mi mujer-. Esto no es la Biblioteca Nacional.Así como hay disputas por la tierra y el agua, también las hay por las paredes, un bien igualmente escaso. Yo he ido sembrando estantes y bibliotecas aquí y allá. Ella pinta cuadros que van vistiendo la casa. Son sus obras o mis libros. Como diría John Wayne, su vida o la mía.Ante la interdicción, he desarrollado mis habilidades. Los intersticios de las bibliotecas, las mesas y los aparadores están llenos de libros ilegales que, ante el ojo inexperto, pasan por ejemplares viejos con todos los papeles en regla. Hasta logré colocar un Muñoz Molina y un Padura, subrepticiamente, entre los libros de cocina que ella trajo de la casa de sus padres. Pero cuando por falta de espacio tuve que empezar a apilarlos en los fondos del placard, escondidos detrás de las camisas, me pregunté: ¿cómo sigue esto?Aunque menor, el dilema me acompaña como una espina sin localización precisa que cada tanto se hace sentir. La otra noche, sin embargo, entreví la posibilidad de una salida. Mi mujer leía del otro de la cama. Tenía entre sus manos su flamante iPad y la sostenía como un libro. Había bajado unas cuantas novelas, me dijo. Al rato apagamos la luz, pero ella siguió leyendo en la oscuridad. "Puse letras blancas contra fondo negro", explicó ante mi asombro. El detalle me fascinó.Al día siguiente, en el diario, me topé...

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