Armenios: con el recuerdo del horror a flor de piel

Esta historia comienza donde todo había terminado. Entre 1915 y 1923, el pueblo armenio fue arrasado por matanzas, persecuciones y torturas por parte del Imperio Otomano, que llevó a la muerte a un millón y medio de personas. Los hombres eran asesinados a hachazos frente a sus familias. Las mujeres eran violadas, tomadas como parte de su harén o vendidas al mejor postor.

Familias enteras fueron deportadas, obligadas a cruzar el desierto para dejar el país sin alimentos ni agua. Miles y miles de personas murieron en esa ruta de fantasmas vivientes, de esqueletos que desfallecían de hambre y sed. El río Éufrates se convirtió en un cementerio, a donde muchas mujeres se arrojaban, junto a sus hijos, para no soportar más ese infierno que les había tocado vivir.

Aquellos que lograron sobrevivir terminaron en asilos, orfanatos o trabajando como empleados en casas de familia en diferentes ciudades de Siria, el Líbano y en la recién creada Armenia soviética. A los niños que fueron separados violentamente de sus padres y hermanos les llevó años volver a encontrarse con algunos de ellos. En muchos casos nunca lo lograron. Sus vidas fueron robadas, masacradas y despojadas de sentido. Sólo el instinto de supervivencia, sobre todo en los más pequeños, les hizo seguir adelante.

"Cada 24 de abril se vivía el luto por las pérdidas sufridas y la incomprensión por tanta crueldad humana. En 1965, con el 50° aniversario del genocidio, despertamos del dolor y comenzamos a reclamar. Fue tanto el horror vivido que no habíamos podido hacerlo hasta ese momento. Hoy, ya son muchas naciones las que han reconocido este genocidio y seguiremos adelante hasta lograr que lo hagan todos los países del mundo", explica Kissag Muradian, arzobispo de la Iglesia Apostólica Armenia en la Argentina y Chile, que participó de la homilía del papa Francisco el 12 de abril pasado, en conmemoración de las víctimas de la matanza, cuando el Sumo Pontífice habló de genocidio armenio.

La llegada

La salvación para aquellos que lograron sobrevivir llegaría en los barcos que los llevarían a tierras lejanas, remotas, algunas de cuyos nombres jamás habían oído hablar. Una de ellas era la Argentina, un país con los brazos abiertos para la inmigración. "En 1915, cuando comenzaron las persecuciones y las matanzas, mi papá tenía 8 años, y recién seis años después vuelve a encontrarse con su mamá, que muere al poco tiempo. Sin rumbo, se fue a Francia, y desde el puerto de Marsella se subió a un barco cuyo destino desconocía. Al llegar al puerto de Buenos Aires, no sabía...

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