Un árbol es cosa seria

En la esquina de casa descubro -y se me antoja un buen augurio para el año entrante- que alguien plantó un árbol.

Arbolito, más bien: un ínfimo tronco que a duras penas sostiene ramas flamantes y brotadas de verde. Uno siente que, a no ser por los tutores de madera que lo sostienen, cualquier viento o tormenta podrían convertirlo en nada.

Pero el árbol-niño resiste, como si se hiciera eco de los enormes plátanos que, a escasa distancia, arrullan la cuadra. Y me recuerda a otro árbol, también plantado en una esquina de la ciudad, pero hace muchos años y por la última persona a quien yo hubiera atribuido sensibilidad ecológica: mi tía. Que no tuvo hijo, no escribió libro, pero sí plantó, a la vera de su casa urbana, el árbol destinado a trascenderla.

Era oriunda del País Vasco, aguerrida y poco dada a los detalles sentimentales. Ni siquiera la recuerdo aficionada a macetas, plantas de interior o viveros. Por eso su gesto tuvo algo de inaudito. Y, más que el gesto en sí, la intensidad con que lo sostuvo: defendía al joven árbol a capa, espada y vozarrón decidido. Había que animarse a juguetear con las estacas que lo sostenían. O dejar siquiera que un perro amagara con acercarse. Era brava, la vasca. Y con bravura -la misma que alimentaba unas cuantas leyendas familiares-ponía coto a cualquiera que por vándalo o simple distraído osara afectar a su frágil tesoro vegetal.

De algún modo, la epopeya de la tía y su árbol permanece encapsulada en mi memoria; apenas recuerdo causas y efectos. Pero hoy me pregunto si esa repentina pasión no habrá tenido que ver con algo visceral, mucho más profundo y arcaico que el simple deseo de embellecer una calle. Porque si la visión de la tía convertida en adalid de una joven vida verde era una anomalía, la imagen del árbol de Guernica, grabada en cuadros de madera, medallitas o primorosas pulseras de plata, fue una constante en mi infancia.

El roble de los vascos. El de los Fueros de Vizcaya, la autonomía y el valor sagrado de la palabra: los pactos o promesas dichos a su sombra no necesitaban más rúbrica que el compromiso por cumplirlos. El árbol, en fin, del bombardeo. Me llevó un tiempo entender la enormidad histórica de lo que ocurrió el 26 de abril de 1937: el inicio de la ruina del siglo XX, cuando la población civil pasó a ser objetivo de guerra. Ese abismo abrieron los aviones alemanes que descargaron metralla y fuego sobre los...

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