La alegría le gana al dolor

En la película El ciudadano de Orson Welles, hay una escena en la que un personaje más o menos secundario (disculpen la imprecisión; todo el cine es para mí parte del recuerdo, y el recuerdo es poco confiable) cuenta una anécdota muy breve, cuyas palabras tampoco recuerdo, pero que podría resumirse así: "Cuando era joven -imaginemos que dice ese personaje- estaba en un barco y vi en la barandilla del otro barco a una mujer. Nunca supe quién era pero no dejé de pensar en ella ni un solo día de mi vida". Es probable que esté falseando un poco esa línea diálogo, y seguro que las palabras de Herman J. Mankiewicz, el guionista de El ciudadano, son más exactas. Pero la anécdota no cambia, ni cambia el motivo por el que decidí citarlas.En los inicios de la enfermedad que se llevaría finalmente a mi madre al mejor lugar, le hicieron una biopsia de hígado. Todo esto era en el Hospital Italiano. Tras el procedimiento, mientras esperábamos la recuperación del fugaz posoperatorio, bajaron una camilla con un internado. Era un hombre de menos de 40 años (yo tenía entonces apenas cinco años más). Una médica, con esos modos bruscos tan típicos de ciertos médicos que tienden a naturalizar lo que para el paciente es el colmo de lo excepcional (la posibilidad cierta de morir), le preguntó: "¿Sabés lo que te vamos a hacer, no?" Cubierto con la sábana, tan parecida a la mortaja, el hombre contestó: "Sí, una biopsia de hígado". Eso fue todo. Entró en un recinto clínico. No volví a verlo y ni siquiera me acuerdo de qué cara tenía. Sin embargo, igual que le pasaba al personaje de El ciudadano, no pasa un día en que no piense en él, en su curación o en su muerte. Esa tarde había coincidido con el tiempo de Adviento, la preparación para la Navidad, ese tiempo que todavía transitamos y que debería ser de alegría.¿Pero qué alegría podía haber para mi madre, para el internado de pronóstico incierto e incluso para mí, que presentía la pérdida y aun ahora sigo pensando en el otro...

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