Alberto de Mendoza, ciudadano de dos mundos

"Amo esta ciudad, soy un porteño enfermizo." Así cerraba Alberto de Mendoza su última entrevista con La Nacion, apenas dos semanas atrás, en la víspera del estreno local de lo que sería su despedida del cine y de la vida. Con La mala verdad , de Miguel Angel Rocca, título que sigue en la cartelera local, uno de los mayores embajadores artísticos que tuvo la Argentina en el mundo durante la segunda mitad del siglo XX se reencontraba con su ciudad natal, que tanto quería y con la que tanto se identificaba a pesar de haber pasado buena parte de su existencia fuera de la Argentina.La bronquitis que lo afectaba en ese momento se agravó en el último tiempo hasta convertirse en la insuficiencia respiratoria que provocó ayer su muerte en la Clínica de la Luz, de Madrid, donde se encontraba internado. La noticia provocó inmediata congoja de los dos lados del Atlántico. Al fin y al cabo, la vida había llevado a De Mendoza a convertirse en ciudadano de dos mundos, que lo sentían por igual como propio desde la admiración y el reconocimiento. "En España todos me consideran un señorito andaluz, y en la Argentina, como un malevo de Corrientes y Esmeralda", dijo en una de sus tantas visitas a Buenos Aires, cuando su figura ya era habitual en la pantalla europea. Este verdadero emblema de la porteñidad, que exhibía con orgullo esa condición desde su porte varonil, el gesto altivo y una voz que hablaba de largas noches de copas y charlas compartidas con los amigos del alma, fue al mismo tiempo la estrella internacional que llegó a filmar más de 100 películas fuera de la Argentina."Fui galán. Construí un tipo, una manera de vestir y de hacer. Ahora soy un actor de trayectoria", dijo en 2003, cuando estaba casi de vuelta de todo y no cesaba de recibir reconocimientos. Aquí no hay dudas: De Mendoza fue galán de principio a fin. "El último de la posguerra", como lo recordaban ayer algunos medios españoles enumerando su presencia en la pantalla grande de ese país. En la Argentina siempre conservó esa condición, más allá de que haya enriquecido sus mejores papeles con temperamento, convicción y una poderosa presencia escénica. Así ocurrió en los grandes clásicos del cine argentino que lo tuvieron como protagonista, empezando por la consagratoria El jefe (1958), primer film de Fernando Ayala. Brilló en grandes títulos, como Barrio gris y La bestia humana , pero también se lo recordará por haber participado en muchos otros clásicos de la pantalla local, en los albores de su...

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