Esos vientos díscolos que venían del sur

Tres han sido los grandes amores de mi vida. No me refiero a mis hijas, ni a mi madre, a quienes amo en el ámbito más puro e incontaminado del amor exento de deseo erótico, del amor sin intercambio de efluvios y secreciones, del amor que no se termina, que es eterno. Me refiero, claro está, a las pasiones amorosas, a las fiebres eróticas que me han invadido, a las amantes y a los amantes que me han consumido, devorado, diezmado, dejándome seco y amargo como un limón recién exprimido.

Mi andadura en el sinuoso camino del deseo erótico comenzó pronto y mal, a los quince años, cuando los amigos del periódico en que trabajaba me llevaron a un burdel en los arrabales, impacientes por inaugurarme como hombrecito, seguros de que habrían de procurarme, eligiendo a la mujer con la cual debutaría en las ligas profesionales de la hombría, unos placeres estupendos, inenarrables. Pues no fue así: a solas con aquella mujer gorda, fea, cansada, aburrida, una mujer que lucía mal y olía mal, una mujer que lavó mis partes nobles con agua fría y jabón barato, mi cuerpo se rebeló, se declaró en huelga, se negó a responder, o respondió de un modo que me humilló, pues no pude ejecutar las invasiones que la pobre señora esperaba de mí y quedé allí tendido, inerme, empequeñecido en grado sumo, reducido a la condición de una piltrafa, un guiñapo. Fue, pues, un fracaso en toda la línea, un fracaso que, por supuesto, no me atreví a compartir con los amigos del periódico, ante los cuales fingí que el combate amoroso me había dejado exhausto, eufórico. Tamaña decepción, a tan precoz edad, me dejó preocupado: ¿y si no me gustaban sexualmente las mujeres? ¿Y si era impotente con ellas? ¿Y si mi destino era acostarme con hombres, como me había dicho tantas veces mi padre, rebajándome, denigrándome?

Quedé aterrado. No quise acercarme de nuevo al abismo del deseo erótico. Comprendí que mi capacidad de ser un hombre, mis aptitudes para poseer a una mujer, mi habilidad en la cama, no dependían de mi mente ni de mi voluntad, no eran asuntos que podía gobernar con la cabeza: no, que mi cuerpo respondiera o no respondiera, se erizara o permaneciera en reposo, dependía de una zona oscura, irracional, ingobernable, de un laberinto impenetrable de mi cerebro, de unos pasillos y unos cuartos en la penumbra de mi mente que eran recorridos por unos vientos díscolos que venían del sur, unos vientos que no podía reprimir. Es decir que mi identidad raigal o radical no dependía...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR