La vida secreta detrás de los cristales

Un ardor de ojos -qué tontería- me recordó esta mañana que debo cambiar mis lentes. Tengo el mismo par de gafas desde que debí acudir a ellas para leer con comodidad. Son bonitas, muy años 50, como las que usan los personajes de Mad Men. Las compré una mañana lluviosa de invierno: cuando las probé en plena calle, el vapor del frío las ahumaba y cada tanto una pequeña gota de lluvia caía sobre los cristales. Me detuve en un bar, abrí el libro que llevaba conmigo y entonces el mundo se detuvo. Era Sábado, la novela de Ian McEwan. Me quedé sin aliento, un poco embobado y con la boca entreabierta por el asombro. Ante mí la página se presentaba en una embriagante y flamante desnudez. Posé mi mirada en la porosidad del papel y pasé varios minutos descubriendo las formas de la tipografía, el minucioso dibujo de cada curva, las ligeras variaciones que había entre ellas. Transcurrió cierto tiempo hasta que retomé la lectura: en cuanto recomenzaba, un detalle físico me distraía y perdía el hilo de la historia.

Regresé a casa disponiéndome a cenar. Estaba solo, de modo que tomé una revista para que me hiciese compañía. Me puse los anteojos, y en cuanto bajé la vista para tomar con el tenedor unas verduras, un mundo deslumbrante se abrió ante mí: zanahorias, remolachas y broccolis estallaron no ya con sus bellísimos y habituales colores, sino como elementos de texturas fabulosas y formas sorprendentes. Miré los pesados cubiertos de plata: el uso y el paso del tiempo habían dejado en ellos sus marcas. No pude leer, salvo el detalle de las etiquetas del aceite y del vinagre.

Al poco tiempo llegó mi mujer.

-¡Qué lindos! -dijo. Sonrió. Se quitó el abrigo, tomó una copa y se sentó junto a mí. Olía a fresas. Le conté que estaba fascinado con ese pequeño mundo que acababa de descubrir.

-Es extraño pensar en la cantidad de detalles que me perdí en todos estos años -dije. No podía apartar la vista de la mesa: junto a la ensaladera había una mancha en el mantel. Mientras hablaba me entretuve en asignarle la forma de un objeto reconocible, como hacíamos en la niñez cuando mirábamos las nubes-. Es como si de pronto, después de observar un cuadro en un museo, un Van Gogh, digamos, me aproximase a la tela: vería entonces las porosidades, las rugosidades, los pequeñísimos montículos de la pintura. Algo así como la vida secreta de la obra.

-La paradoja es que, tal vez, no estarías viendo el cuadro de Van Gogh -respondió ella. Levanté la vista para mirarla. Era ella...

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