Un viaje al territorio de la felicidad

Esa tarde, al cabo de una conversación breve, me pareció que había conocido una forma de la felicidad. Solo le pregunté cómo habían resultado las vacaciones junto a su mujer y sus dos hijos, pero la primera respuesta trajo un brillo en la expresión que no le conocía. Nos conocemos hace más de treinta años, hemos compartido muchas horas en la Redacción, de modo que en cuanto Claudio comenzó a adentrarse en los recuerdos del viaje creí reconocer en sus ojos una emoción contenida, un sentimiento profundo expresado con esa reticencia que casi siempre enmascara los sentimientos más hondos entre los varones. Es apenas un malentendido, porque quien prestara atención y no se dejara engañar por los estereotipos descubriría la frecuencia con que los hombres hablamos de nuestros hijos. Solemos contarnos orgullosamente sus proezas, sin importar cuán grandes o pequeñas sean, porque a decir verdad esas conquistas –la mañana en que reciben el título universitario o la tarde en que consiguen andar en bicicleta sin que sostengamos el asiento trasero para que mantengan el equilibrio, lo mismo da– nos provocan una felicidad distinta de todas las demás.

Yo estaba unos días después en el teatro junto a uno de mis hijos viendo Aida cuando de pronto recordé la ternura con que Claudio me había contado una parte de ese viaje. Me distraje unos minutos de esa historia pensando en la manera en que les presentamos el mundo a nuestros hijos cuando les ponemos en la mano un libro, les enseñamos a remontar un barrilete o los ayudamos para que se afeiten la primera sombra de la barba o se hagan el nudo de la corbata. En medio de esas distracciones miré de soslayo a mi hijo, que aprobaba ciertos pasajes de la ópera con un ligero asentimiento de cabeza, y que al final aplaudió con ese énfasis un tanto brusco con que los jóvenes celebran la aparición deslumbrante de las cosas que acaban de llegar a sus vidas.

Al día siguiente fui a buscar a Claudio para pedirle que me contase otros detalles de ese viaje lleno de revelaciones: sus hijos habían descubierto las maravillas del Viejo Mundo y él, la maravilla de la paternidad. No es que precisamente la había descubierto, porque muchas otras veces había disfrutado de la fascinación de esa clase de encuentro con los más grandes y también con estos, pero quizás el paso de los años hizo que la emoción calase más hondo.

Unos cuantos meses antes de embarcar había percibido una conmoción...

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