El verano no es para friolentos

La primera vez que escuché hablar de los ludditas fue en un aula. Un docente capaz de remontarnos a un siglo XIX inglés que, en su voz, parecía tierra de leyendas. Y las imágenes, tan vívidas: bandadas de hombres, mujeres y niños que tomaban por asalto las incipientes fábricas, destruían a mazazos máquinas de hilar, telares y cuanto mecanismo podían y se retiraban, rabiosos y explosivos como habían llegado, de vuelta a sus hogares de artesanos. De eso se trataba, en todo caso: de la reacción violenta de quienes veían desmoronarse el mundo en el que siempre habían vivido. Pero lo que había hecho memorable a esa clase no eran los subtextos históricos, económicos o políticos, sino la fascinación de un relato: el descubrimiento de que alguna vez -¡tantísimo antes de Matrix!- había existido algo así como una guerra contra las máquinas, un líder mítico llamado Ned Ludd y una enardecida llamarada de ira colectiva -¿pura locura romántica?- empecinada en detener lo inexorable. "Los masacraron -sentenciaba el profesor, en el clímax de la historia-. Los mataron a todos. Pero ya saben -ahí venía la necesaria coda-: siempre alguien sobrevive. Y cuenta."

La memoria de aquella clase -su delicia, mal que les pese a los desdichados seguidores de Ned Ludd- amansa la furia en este día en que el calor hace temblar al asfalto, pero dentro del taxi podría crujir el hielo del polo. Y hasta me río un poco -y le reconozco un tanto a Freud- mientras busco en el bolso algún abrigo (la cortesía del conductor apenas alcanzó para que el aire acondicionado pasara del frío de témpano a un invierno moderado): y sí, me tenía que acordar de los ludditas justo ahora que una máquina parece amenazar con ponerme en estado de congelación.

Se aproxima el verano, el difícil verano porteño, y los friolentos comenzamos a sufrir. Algunos -la franca minoría de los partidarios del ventilador- hasta añoramos aquel tiempo en que los equipos de aire acondicionado existían, pero sin la necesidad de ser omnipresentes.

Es que se pone extraña la ciudad cuando el calor aprieta: el zumbido de los equipos, el goteo sobre las veredas, alguna ocasional ráfaga de aire caliente si se tiene la mala suerte de pasar por delante de un extractor, los cambios brutales de temperatura al ingresar a espacios por lo común refrigerados -salvo honrosas excepciones- a las temperaturas mínimas. Como si la crisis...

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