El último viaje de dos enamorados

Es un viaje de despedida. Sin saberlo, cuando parten desde París hacia Marsella, poco después del mediodía del 23 de mayo de 1982, en un viejo Volkswagen acondicionado para que los dos viajeros se aventuren a vivir en la autopista durante treinta y tres días, ajenos al paso del tiempo y a las urgencias del mundo, alimentándose con comidas frugales, embriagándose con el placer sensual de la lectura, observándolo todo con ojos lentos y minuciosos, durmiendo en estacionamientos y comiendo bajo las copas de los árboles, deslumbrados cada mañana con el modo en que se despereza la naturaleza o con el manso movimiento de las cosas -un rayo parpadea en el cielo como preludio a una tormenta demencial, una hoja se mece, una liebre salta imitando el vuelo de las mariposas: indicios en slow motion del paso sosegado del tiempo-, sin saberlo, ese mediodía Julio Cortázar y Carol Dunlop están iniciando su último viaje y escribiendo el último capítulo de un gran amor. Ella morirá pronto, seis meses después de haber regresado. Tenía 34 años y él, 68.

Dejaron testimonio de esa aventura amorosa en Los autonautas de la cosmopista (1983, en octubre será reeditado por Alfaguara). Es un libro de un raro optimismo en Cortázar, el diario de la madurez de un hombre enamorado. Cuando Carol muere, el autor de Rayuela le anuncia la noticia a su familia en Buenos Aires. "Se me fue como un hilito de agua entre los dedos el martes dos de este mes -escribe-. Se fue dulcemente, como era ella, y yo estuve a su lado hasta el fin, los dos solos en esa sala de hospital donde pasó dos meses, donde todo resultó inútil."

El viaje sucede en el auto al que Julio impone el nombre de Fafner o el Dragón. Lo ha llamado así -nos dice- en alusión a un personaje del ciclo de óperas wagneriano El anillo de los nibelungos, y lo describe como una especie de casa rodante o caracol donde es grato vivir, leer y escribir. Está equipado con un tanque de agua, un asiento que se hace cama, una radio, dos máquinas de escribir, libros y víveres destinados a una modesta supervivencia, además de una lámpara de butano y un calentador "gracias al cual una lata de conservas se convierte en almuerzo o cena mientras se escucha a Vivaldi o se escribe".

Las razones por las que han decidido emprender esa travesía son de orden existencial y poético. Con su lenguaje tan bellamente dado a la ironía, la pareja nos franquea el paso a una intimidad perezosa en la que se llaman amorosamente Lobo y Osita y con la que...

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