La trampa de la energía

EL pasado 5 de mayo Japón desconectó el último de sus 54 reactores nucleares que estaba en actividad. La drástica decisión cierra el drama abierto con el tsunami y el desastre de Fukushima, pero priva al país de un 30% de su energía que provenía de esa fuente, colocándolo en una situación crítica. Cuando llegue el verano inminente, o Japón importa masivamente gas y petróleo para completar la oferta de electricidad o el centro de Tokio será inhabitable, porque los grandes edificios han sido diseñados para respirar gracias a los acondicionadores; son dependientes de un pulmotor. ¿Crisis de un modelo energético o crisis de un modelo de civilización? ¿Y nosotros, en la Argentina, luchando por YPF?

La civilización de la energía empezó hace algo más de un siglo y medio, con la generalización del motor a vapor: fue el tren, la navegación sin depender de los vientos y el impulso incontenible de la Revolución Industrial. Y todo a partir de los combustibles, que a medida que se avanzaba en la tecnología y los descubrimientos, adquirieron certificado de ilimitados. La hidroelectricidad primero y la energía nuclear después le dieron al siglo XX la certeza de un camino interminable, complementando y aún sustituyendo al carbón, el petróleo y el gas.

Esa plétora de alternativas creó la confianza necesaria para hacer bascular todos los criterios de organización y tecnología de la sociedad hacia el uso ilimitado de la energía. Esta es la civilización de la energía en que hemos nacido tanto nosotros como nuestros padres y abuelos. Y los únicos conflictos emergentes han resultado de la apropiación de las fuentes de esas energías con las terribles consecuencias bélicas que han llenado el siglo pasado: a tal punto el control de esos recursos condicionaba -y condiciona aún- la viabilidad de los países. Pero no estaba en cuestión la ecuación "energía=progreso".

La primera desestabilización de ese modelo se presentó en el quinquenio 1973-1978, con dos olas de "crisis del petróleo" que sonaron sorprendentes, aunque ya diez años antes el Club de Roma había alertado sobre los límites naturales al desarrollo de nuestra cultura. Pasado el primer pánico, se admitió que si se pagaba más caro el recurso energético se tendría oferta suficiente para seguir andando. Y a los yacimientos más inaccesibles y a las centrales hidroeléctricas más gigantescas siguió pronto la inversión apurada en energía nuclear. Tampoco pareció alarmar mucho que este gigantismo tuviera crecientes...

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