Un tesoro exquisito en señal de gratitud

Es curioso cómo una noticia banal y, con ella, una asociación imprevista pueden despertar de su reposo recuerdos insospechados. Esos que uno ni siquiera sabe que recuerda, pero que anidan en un área indescifrable de la conciencia. Quizás ocurra porque las vivencias a edad temprana imprimen una huella indeleble, que además puede cambiarnos para siempre. Son pequeños grandes gestos que en la infancia nos precipitan en la complejidad de lo humano.

Ayer recibí una propuesta de Facebook, que me invitaba a dar las gracias. Con una simple opción en mi perfil podía agradecerles su amistad a mis amigos mediante un video que, utilizando mis fotos, retrataba los momentos que hemos compartido. La invitación me recordó una idea de mi maestro que atesoro y que de cuando en cuando suelo releer por simple placer. "La gratitud es la más encomiable de las virtudes y, también, la más infrecuente." Quizás por eso la gratitud es una forma de la felicidad. Y de golpe, mientras revisaba esa correspondencia, mi memoria se disparó.

Calixta tenía 17 años, el cuerpo enjuto en el extremo de la delgadez, la cabellera larga, retinta, prolija en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Era un diciembre de temperaturas agobiantes, en 1975, y ella vestía sus mejores ropas. Estábamos en una villa de emergencia en Colegiales, y Calixta lucía -la dignidad intacta- una solera de género ajado, zurcida con remedos al tono, apenas perceptibles. Junto a sus tres hijos, hacía una cola interminable para acceder al Centro de Salud. Cargaba al más pequeño, un bebe de pocos meses que dormía en equilibrio en uno de sus brazos. Calixta había dejado su otra mano libre para sostener la mitad de su tesoro: una naranja. Le había confiado a su hijo mayor el resto: otra fruta. Decenas de pacientes esperaban su turno para ser atendidos. Había ancianas con reuma que apenas podían moverse, hombres con heridas cortantes ya suturadas que precisaban curaciones, vecinas jovencitas que como Calixta cargaban con broncoespasmos. Junto a los navajazos que durante los fines de semana tajeaban el rostro de los hombres en oscuras reyertas, los cuadros respiratorios eran padecimientos habituales en aquella villa sin nombre. En ese entonces, los médicos municipales no rehusaban prestar sus servicios en esos asentamientos populares. Por su faena, eran intocables. Los malvivientes que allí se guarecían, mezclados...

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