Una tarde de tortura impensada

Asfixia, bronca, ganas de dejarlo todo, salir corriendo y escapar del laberinto en el que, sin saberlo, nos habíamos metido, al mejor estilo del mortificado empleado que Michael Douglas encarnó en el inolvidable Un día de Furia.

En mi regreso desde la costa después de una semana de vacaciones con esposa y bebé de tres meses, me convertí sin querer en uno de los miles de damnificados por el corte del puente del río Salado, lugar por el que había pasado centenares de veces sin prestarle atención y al que recordaré por mucho tiempo.

Habíamos salido en auto desde el lugar de nuestro veraneo, relajados y pasado el mediodía. "Mirá que está cortado un puente", me había advertido mi madre horas antes. En la ruta, ninguna advertencia ni señal. "Será una exageración de madre judía", pensé. Hasta que llegamos al lugar: allí, en realidad a muchos kilómetros de allí, se amontonaba el interminable ejército de automovilistas malhumorados que querían llegar a sus casas. Pero no, alguien había decidido que íbamos a perder la jornada en medio de la ruta, con el sol pegando sobre los vidrios, hastiados y con bronca apenas contenida.

Con el correr implacable del reloj, comenzaron a sucederse las miradas de reojo a los autos cercanos (imaginábamos las conversaciones que podrían tener). Cada tanto, un auto al costado de la ruta decía "no va más" a sus atribulados tripulantes. La sucesión de primera-embrague-freno afectaba motores, pero también mis rodillas de manera inexorable. Los ansiosos, por supuesto, preferían ir por la...

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