Los sueños, último refugio de la intimidad

Pasaba todas las noches. Unos brazos azules, deformes y de piel hervida emergían a cada lado de mi cama. Lentamente, casi con desgano, ascendían hasta que las manos fuertes y llenas de venas se unían a la altura de mi pecho. A partir de allí todo ocurría muy rápido: los dedos entrelazados presionaban hacia abajo y empujaban mi cuerpo contra el colchón. Tan fuerte que me ahogaban dentro de él.

Todos los sueños eran idénticos, salvo por un sólo detalle que era siempre distinto: el pijama con el que me soñaba cada noche era aquel que me había puesto, el que había elegido de mi placard horas antes. Ante eso, ningún consuelo maternal podía calmarme. Porque sí, de acuerdo, los sueños "son sólo sueños", y "fue sólo una pesadilla", pero llevarme mi pijama del mundo consciente al onírico hacía que el peligro se sintiera tan real que despertaba en llanto. Sólo volvía a dormir cuando llegaba la luz del sol, a destiempo de mis hermanos y de toda la casa.

Ése es el primer sueño que recuerdo de mi vida. Era el verano de 1991, yo tenía 12 años y una guerra me salvaba durante mis insomnios forzados: la Guerra del Golfo podía verse a toda hora en el televisor del living de casa. Se decía que era la primera guerra televisada, yo sólo veía luces verdes que variaban la intensidad sobre una pantalla totalmente negra; era como un videojuego con tintes de show deportivo, porque todo el tiempo había un comentarista, un especialista en "conflictos bélicos" -así decía el zócalo- que repetía muchas veces "Saddam Hussein" y cosas como "daños colaterales". El comentarista no paraba de hablar y yo no paraba de pelear contra el sueño; el peligro del que él hablaba, el verde, era nada comparado con los brazos azules que me esperaban en ese mundo que sólo habría de llegar si yo lo permitía. No había que soñar, no había que dormirse.

En colores o en blanco y negro, con música o mudos, los estudiosos aseguran que absolutamente todos los seres humanos soñamos, pero que no todos lo recordamos. Mientras muchos sueños comienzan a desvanecerse apenas despertamos, algunas imágenes sobreviven al cepillado de dientes. Sin embargo, al momento del primer mordisco a la tostada del desayuno, absolutamente todo vestigio habrá muerto.

Hay un grupo minúsculo realmente envidiable: los que sueñan que charlan con familiares y amigos ya muertos. Es más que eso, porque se encuentran con los que ya no hablan ni abrazan, y se hablan y se abrazan. No recuerdan anécdotas: ahí y en ese ahora...

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