La sombra de los animales

A los doce años, un chico al que llamaré Alex, porque quiero preservar su nombre, empezó a oír voces. Por suerte, no eran las de Cristo o el Demonio, que son las que escuchan casi todos los asesinos. Las de Alex estaban llenas de dulzura y terror. No hablaban en ningún idioma conocido, pero tampoco les hacía falta: se comunicaban perfectamente con él, que pasaba las noches en vela, tendido en la cama, escuchando. Y lo que sentía era tan fuerte que su cuerpo se endurecía, sus ojos miraban el cielorraso de la pieza sin atreverse a pestañear y el corazón le latía despacio, como si fuera a detenerse. En las mañanas, sus padres se encontraban con un chico ojeroso, malhumorado, que ni siquiera recordaba cómo atarse los cordones y se preguntaban qué podía estar pasándole. Hasta que un día lo supieron.Iban los tres en el coche a visitar a unos amigos. En una parada para cargar nafta, Alex se acercó al alambrado de un campo donde había vacas pastando. Se sentó en el suelo y la sombra de una de ellas se proyectó sobre su cuerpo. Cuando sus padres lo encontraron, estaba tendido sobre su lado izquierdo, con la cabeza, los brazos y las piernas siguiendo la figura negra del animal sobre el pasto. Había hecho un gran trabajo, aunque era demasiado chico como para coincidir con el contorno entero de la vaca, que seguía masticando y mirando al horizonte.El padre, que se consideraba un hombre práctico porque no dejaba la canilla abierta mientras se afeitaba y no creía en ninguna de esas mierdas new age sobre los niños índigos, lo agarró del brazo y lo sacudió hasta que logró ponerlo de pie.−Es que así se oye mejor −protestó Alex con una sonrisa que esa misma noche los padres debatieron largo rato.¿No parecía la de un idiota? ¿O por lo menos la de alguien fumado?, insistió el padre, tratando de recordar cómo era su cara cuando todavía iba a fiestas y fumaba marihuana. Pero en esas ocasiones no se había mirado al espejo, así que no podía decir si su expresión se había parecido alguna vez a la de su hijo.Cuando lo analizaron unos años después, los padres tuvieron que admitir que las señales estaban ahí, solo que ellos no habían sabido leerlas. A Alex le empezó a ir mal en la escuela. Cada vez dormía menos y desarrolló una torpeza inaudita. Caminaba como si no tuviera noción del espacio que ocupaba su cuerpo. Se chocaba con todo lo que había a su paso. Le aparecían moretones en las piernas, en los brazos, en el pecho. Desde aquel día de la vaca en la ruta, los padres ya no podían llevarlo a ningún lado sin arriesgarse a alguna escena incómoda. En ese almuerzo en la casa de los amigos, Alex se había declarado vegetariano:−No pienso comer ninguna cosa que haya tenido un padre y una madre −había dicho levantando la vista de su plato de pollo.El padre suspiró y rebuscó en su árbol genealógico lleno de gente práctica e industriosa. No. No había ninguna explicación genética para ese chico que hablaba con tonito molesto y sermoneador y que seguro iba camino a transformarse en alguien de lo más inútil.La madre, que estaba dispuesta a creer cualquier cosa menos que su hijo tuviera un desequilibrio mental, usó todos los argumentos que pudo. Palabras como «déficit de atención» y «sensibilidad» planearon sin mucha convicción por sus frases, porque en el fondo sabía que esa vez en el campo, detrás del largo flequillo que los ocultaba, los ojos de su hijo la habían mirado como si no la conocieran.Alex repitió lo de la sombra con el perro de un vecino, dos conejos en la vidriera de una tienda de mascotas y un caballo de alquiler. Los conejos fueron difíciles. Tuvo que ponerse en cuclillas y cerrarse por completo sobre sí mismo para que la sombra de los animales lo alcanzara a través del vidrio. Cuando salió de su trance, lo rodeaban más de quince personas. Algunas hasta se habían animado a sacudirlo antes de que su madre cruzara la calle y lograra meterlo en el coche.Después de eso lo llevaron al médico. Ahí cometió su primer y único error: decir la verdad. Que cuando entraba en la sombra de un animal oía la voz de su sufrimiento. Y que por las noches el aire traía la música que hacían todas las bestias del mundo. En especial, la que hacían los millones de vacas, cerdos y pollos que estaban siendo concebidos, encerrados y alimentados para la muerte en ese mismo momento.−¿Acaso no somos todos nosotros concebidos para la muerte? −preguntó el médico, que seguro había tomado un curso optativo de filosofía en los primeros años de su carrera.−Sí, pero ni...

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