Sistema, pena y violencia
Autor | Esteban M. Usabiaga |
Páginas | 271-324 |
Derecho y discurso penal juvenil
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CAPÍTULO IV
SISTEMA, PENA Y VIOLENCIA
Se insertan tantas signicaciones diversas bajo la super-
cie de una imagen, que ésta termina por no ofrecer al especta-
dor más que un rostro enigmático.
Michel fouCault
Todo esfuerzo por asignarle un objetivo noble a la pena de-
vuelve el eco de las palabras sabias del más loco de los lóso-
fos, deniendo a la pena como venganza y a la redención como
liberación de ésta.
Raúl Zaffaroni
I. Panorama de las visiones del sistema
El debate que se perla hoy en América Latina respecto de
la funcionalidad del sistema punitivo se ha venido conforman-
do de un renovado aporte por parte de la criminología. Pero
ya no la criminología que en el mejor de los casos reeditaba
en nuestros connes la apuesta de la New Left por dominar el
debate con el neoconservadurismo y las tesis del pensamiento
único y la sociedad de riesgo que focalizaban ya en la seguri-
dad y sus técnicas de prevención (y represión) y no más en el
delito y su etiología.
Esta criminología que se renueva rescata ideas fuerza
muy potentes, entre las que se cuentan todas aquellas que
han puesto de maniesto la selectividad del sistema penal, la
inequidad, las deletéreas consecuencias de la cárcel y otras
instituciones cerradas, las vinculaciones del sistema socio
económico con el delito, la similitud no relevada entre los
negocios y el delito común, los aprendizajes delictivos, la in-
uencia del entorno geográco y social, la vinculación entre
el sistema productivo o los nichos de mercado y las tasas de
encarcelamiento, la viabilidad y necesidad de enfoques al-
ternativos de cuño civilista, la centralidad de la víctima, la
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identicación de grupos culturalmente diferentes como “des-
viados”, etc.
A nes de los ochenta y principios de los noventa, en nues-
tro país apenas se oían algunas voces discordantes, mientras
que el sistema penal -entendido no sólo como el producto de
las agencias gubernamentales en los procesos de sanción de
normas y ejecución de sus consecuencias, sino además como
paradigma teórico construido en las facultades y reproducido
por la doctrina y los discursos sociales en general- discurría
por los senderos de las viejas tópicas, sin tomar contacto con la
realidad de aquello sobre lo que teorizaba. Es decir, el sistema
se encontraba cómodo en el management idealista que traía
como impronta histórica; ni siquiera se advertía una necesi-
dad de pasar el test empírico: quienes solitariamente se esfor-
zaban por contactar teoría y realidad eran vistos como entes
sui generis; nada tenía que ver con la legitimidad o ecacia
del Derecho penal la realidad de las cárceles. Las palabras de
estos criminólogos sonaban lejanas y apagadas; no tenían eco.
No preocupaban. ¿Quién sino muy pocos había escuchado ya
antes hablar de Alessandro baratta, Roberto berGalli o Rosa
del olMo? ¿Quién, sino esos pocos, conocían sobre el Grupo
Latinoamericano de Criminología Comparada gestado en Ve-
nezuela a nes de los setenta, o el maniesto de Azcapotzalco,
en México, de 1981? (anitúa, 2005; ZysMan Quirós, 2012).
Hasta esos años, en nuestros ámbitos, la Criminología que,
aislada y divorciada del Derecho penal subsistía era la que se
había escrito en y hasta los años treinta por los seguidores del
positivismo criminológico y que, como aislada excepción toda-
vía tuvo arrestos en los años cincuenta: “Hasta hace treinta
años la Criminología de Roberto Ciafardo, escrita sobre el pro-
grama de José Ingenieros, era un texto corriente en nuestras
cátedras y en 1954 Francisco Laplaza publicó Objeto y método
de la criminología en el más puro esquema peligrosista y ma-
nejó la criminología de la Universidad de Buenos Aires hasta
el nal de la última dictadura militar” (Zaffaroni, 2011).
Esto se daba, insistimos, en el marco en que el debate gene-
ralizado era por la seguridad ciudadana frente al delito común
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realizado con violencia y básicamente contra la propiedad. La
cuestión penal se pensaba más en estos términos, ya que la
demanda se empezaba a consolidar en términos de la angus-
tia, el miedo y hasta el pánico social; sentimientos que expre-
saban mucho más que una razonable reacción a un fenómeno
de creciente probabilidad de ser agredido; expresaban la pro-
fundización violenta y cotidiana de la pérdida de lo poco que
quedaba del Estado de Bienestar.
Con los años pasados y la evolución de la realidad de mu-
chos de los países de la región, en la jurisprudencia las ideas
sobre la punición en general y la de sujetos menores de edad
en especial transitan todavía en buena medida, sobre estos
contextos, por los carriles del clásico debate sobre los nes de
la pena.
Hasta ahora el único bastión que parece haberse sentado y
se encuentra consolidado al menos en la doctrina de la Corte
Suprema y en la jurisprudencia mayoritaria es el reconoci-
miento de que los jóvenes, por su propia conguración, son
menos culpables que los adultos. Ello no debería ser una no-
vedad.
No obstante, apenas tamizada, la idea del castigo por lo
hecho como merecimiento justo no ha cedido tanto lugar en
la especialidad. Los adolescentes han venido a constituir de
nuevo un sector sospechado. Hay razones para ello: “En este
marco de miedo al delito, los jóvenes aparecen como la per-
sonicación del mal y en ellos se condensa un conjunto de
atributos negativos que hacen de las personas menores de
edad procedentes de determinados sectores sociales (pobla-
ción de riesgo) conguren un peligro potencial que hay que
gestionar de algún modo, en la lógica gerencial que impone
gestionar administrativa y ecientemente la penalidad (si-
Mon & feel y, 1995)…Mientras se brega por conferir estatus
legal a las reformas legislativas que serían consecuencia
, sobre todo, el estereotipo que identica a los excluidos de
un sistema social, con personicación de la inseguridad…
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