Que siga el baile

Quienes vivimos cerca de alguno de los 29 corsos que este año tiene Buenos Aires los fines de semana de este mes nos acostamos con los ecos de las comparsas. En Boedo, por ejemplo, cuando el resto del barrio duerme asfixiado por el calor o acunado por la brisa de la noche, retumban a lo lejos los sones de las murgas y se distingue, de tanto en tanto, la voz de un locutor que organiza la fiesta en los pagos que inspiraron a Homero Manzi.

Cuentan que en 1917, cuando tenía alrededor de 10 años, el pequeño Homero decidió formar una murga con hermanos y amigos, la barra de Garay y Danel, a cinco o seis cuadras de donde ahora se festeja y de la placita Martín Fierro, pero "del otro lado" de la autopista 25 de Mayo. Se llamaba "Los Presidiarios" y en ese entonces el precoz compositor tenía que conformarse con trompetas, tambores... peines y un serrucho.

Hoy, las calles de Boedo están salpicadas de bares, teatritos, una que otra librería y centros culturales, y a veces se ve caminar con sus guitarras a la espalda a los integrantes de incipientes conjuntos de rock que entran o salen de salas de ensayo. En anteriores ediciones de la celebración, el caos de tránsito desde el atardecer hasta la madrugada en las avenidas que cruzaban la ruta de las murgas era descomunal. Ahora, como siempre, los corsos atraen a los más pequeños y siguen convocando a los adolescentes que van en busca de la diversión y los encuentros impensados.

Es innevitable que los adornos, la espuma, las pistolas de agua, los bailes incansables y el ritmo de esos bombos en sordina nos remonten a otras noches de Carnaval, las de la infancia.

En esos tiempos, ya desde temprano, todos jugábamos a la guerra de agua (corriendo descalzos con baldes y cacerolas para sorprender a los vecinos) y, cuando caía el sol y los "grandes" salían "a tomar aire", los menores disfrutábamos echando mano del guardarropa de los adultos y pintándonos con el "rouge" y los lápices de ojos de nuestras madres para disfrazarnos de payaso, de Zorro, de vaquero o de bailarina. ¡El colmo era tener que ataviarse de colegial!

Cuenta Jacques Heers en Carnavales y fiestas de locos (Editorial...

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