El secreto se esconde detrás de la naranja

Cuando todo me sabe igual y nada me conmueve, recuerdo esas tardes interminables de mi infancia en que era capaz de seguir el derrotero de una hormiga durante horas y hundir un palito en el hormiguero sólo para ver qué había debajo. El mundo era nuevo y estaba ahí para ser descubierto. Yo era un chico como cualquier otro y aquella entrega al asombro era un hecho natural, indoloro, casi inconsciente. La curiosidad no deriva de la voluntad. Es, como el amor, un músculo que permite unir algo que llevamos dentro sin saberlo con algo que estaba esperando afuera. Simplemente sucede. Sólo hay que permanecer despiertos. Activada esa correspondencia, somos tironeados por un hilo invisible y concentramos nuestra atención en aquello que nos atrapó, olvidándonos de todo lo demás.

La curiosidad genuina está hoy bajo amenaza porque cada vez es más difícil olvidarse de todo lo demás. Los smartphones, que sirven para combinar el encuentro con los amigos, escribir el tuit repentino, reírnos de la foto que subió un primo y enterarnos de que el dólar cerró en baja suponen al mismo tiempo una hiperconexión que nos obliga a saltar de una cosa a la otra, y eso conspira contra la posibilidad de detenernos en algo. Surfeamos sobre hechos y personas que se suceden en un desfile incesante y así nos sentimos inmersos en el flujo de la vida, que hoy palpita en los estímulos intercambiables de la red virtual que vibra bajo la pantalla. Pero, en medio de la aceleración que impuso la tecnología, sin tregua posible, la curiosidad no encuentra resquicio para imponerse y el músculo se debilita. Todo pasa muy rápido y nos cuesta tender ese hilo que nos une con algo particular y concreto. No conseguimos focalizar nuestra atención. Así se va apagando el verdadero Wi-Fi que nos conecta con las cosas y la gente.

La curiosidad exige abstraerse del vértigo y aislar el objeto que nos desvela. En tiempos de desatención, es un acto de resistencia. En lugar de surfear las cosas, el curioso busca horadar la superficie para alcanzar el secreto que se oculta detrás. En la realidad talismánica en la que vivimos, todo esconde un secreto, que sólo se revela a aquellos capaces de detenerse lo suficiente en las apariencias como para dar el salto y ver más allá. Las cosas -y lo mismo las personas- sólo se abren a quien está dispuesto a ofrecer, a cambio, verdadera atención. Es lo que ha descripto John Berger sobre el acto creativo de pintar, ante la obra de los grandes maestros: "Si pensamos...

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