A San Petersburgo con amor

¡Cecilia Bartoli lo hizo de nuevo! Como si lo imposible no figurara dentro de sus perspectivas, una vez más, repitiendo hazañas y decidida a mostrar que hay otros terrenos por descubrir por fuera de las grandes obras vocales tan admiradas como largamente transitadas, a puro arte, con todas sus capacidades intactas y con esa musicalidad que fluye como si fuera tarea natural y sencilla, la gran mezzosoprano romana abre la puerta y amplía el horizonte hacia terrenos que nunca habían sido explorados por una artista de su calibre.

A diferencia de otro/as grandes cantantes, cuyas ediciones discográficas transcurren por senderos más o menos conocidos, la Bartoli -así, simplemente un apellido precedido por un artículo, como la Callas- se introduce en el mundo de la Rusia anterior a Glinka y a las posteriores grandes hazañas del romanticismo ruso. En su último compacto, St. Petersburg, Cecilia descorre el telón y ofrece un testimonio para observar apenas algo de eso que hubo antes de Ruslán y Ludmila. Pero que no queden dudas: éste no es un mero archivo sonoro para indagar en la música rusa del siglo XVIII, sino una placa discográfica bella y atrapante.

Durante los reinados de tres zarinas, Anna, Elizabeth y la celebérrima Catalina, el ya poderoso Imperio Ruso comenzó a importar músicos de otras regiones europeas para ornamentar con sonidos los salones de los imponentes castillos que comenzaban a poblar la recién fundada San Petersburgo. El más conocido de todos ellos, antes de 1800, fue el napolitano Domenico Cimarosa. Pero antes que él, por tiempos cortos o prolongados, anduvieron por la ciudad los italianos Francesco Domenico Araia, Domenico Dall'Oglio, Luigi Madonis, Vincenzo Manfredini y el alemán Hermann Raupach, quienes, en italiano o en ruso, escribieron óperas para ser representadas en San Petersburgo. Desconocidos pero no carentes de talento, produjeron un corpus basal para la música. Con el...