San Francisco, la ciudad de los sueños perdidos

Recorría San Francisco como había recorrido antes otras ciudades, incluso la mía, las manos en los bolsillos y la sospecha de que en la próxima esquina me toparía con aquello que me había empujado a salir, a desechar la perspectiva de una tarde de cine o de lectura por el azar de la calle. Pero no sabía en realidad qué buscaba y me abandonaba, seguro de que la ciudad lo descubriría por mí en los rostros de la gente, en una escena cualquiera, en la luz de la tarde despejada.Con los días, la esquina de Powell y Market se había convertido en parada obligada. De algún modo, la ciudad siempre me conducía hacia allí. Conocía a los músicos callejeros que trabajaban en la zona. Aquellos dos, tocando detrás de los estuches abiertos como bocas, parecían más bien una pareja de camioneros vencidos: manos toscas, sucias, guitarras emparchadas con cinta plástica, acordes menores desafinados como una queja. Aun así, si algo hubiera podido establecer un vínculo entre todos los que pasábamos por esa esquina, habría sido esa música.Un hombre se sienta en el suelo, la espalda contra un árbol. Otro besa el pico de una botella envuelta en una bolsa de papel madera. Otro enfrenta la pared gris de Union Royal Bank, baja la cabeza y empieza a lanzar patadas cortas y nerviosas. Una escena que anticipa nuestro corralito de 2001, algo insensato, pero aquí -donde paran los que no tienen dónde ir- nadie lo mira. Los músicos tocan "Knockin' on heaven's door", de Dylan. Una moneda cae al estuche.La chica aparece de la nada y empieza a bailar frente a los músicos. Alza los brazos, gira. Y mientras gira cierra los ojos, sonríe en un éxtasis casi beatífico. Su cuerpo, ni joven ni viejo, recibe la melodía como si se tratara de un bautismo secreto, y por un momento, en la luz de la tarde, lo único que existe en Powell y Market es ella, su camisola desflecada, su pelo oscuro y largo, su entrega, su modo de perseguir la música y escaparle después, el olvido de todo cuanto la rodea.Más allá se alza una gritería. Hay lío entre un homeless y una predicadora negra. El hombre dormía en un banco y llegó la mujer con todos los decibeles de su arenga a interrumpir su descanso. Intercambian coloridos insultos. Sospecho que el acto no es nuevo.-El fuego descenderá sobre nosotros -advierte la predicadora, ahora que el incidente le procuró una audiencia inesperada-. Salven su alma mientras haya tiempo. Arrodíllense ante el...

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