Rodeos de un viajero de cabotaje

Yo tenía 28 años, un monoambiente alquilado y un título de abogado archivado en el ropero. Trabajaba dos veces por semana, por la mañana. Es decir, tenía también todo el tiempo del mundo y lo malgastaba a conciencia. Cada tanto me gustaba perderme. Iba hasta un cruce importante, Puente Saavedra o Retiro, me subía a un colectivo cualquiera y pedía boleto hasta la terminal. Me instalaba en el fondo del coche y me dejaba llevar mientras veía pasar el mundo desde la ventanilla. Vendedores ambulantes, corredores de quiniela, madres con chicos de la mano, bandadas de estudiantes que habían esquivado el colegio, oficinistas agónicos: figuras fugaces recortadas contra un fondo que también pasaba y se hacía cada vez menos reconocible, hasta que se volvía del todo ajeno. A partir de ese momento, esperaba una señal, un signo, algo del otro lado del vidrio que me provocara ganas de dejar el asiento y oprimir el timbre. Cuando las puertas se abrían, bajaba a esa terra incognita como si se tratara de un país lejano de idioma y costumbres extraños. Sin propósito alguno, dejaba que mis pasos me guiaran al encuentro de no sabía bien qué.

¿Por qué me entregaba a esos experimentos con el azar que me llevaban a los márgenes de la metrópolis, donde la vida latía de otra forma? En primer lugar, porque no tenía nada mejor que hacer. En ese momento de mi vida, no encontraba en qué concentrar mis esfuerzos y tenía las tardes vacantes, digámoslo así. ¿Escapaba de algo? Es posible. De lo conocido, en todo caso. Quería respirar el aire de algún lugar en el que nunca hubiera estado, ver otras gentes, quizá conversar con ella o leer bajo la luz de otra tarde, en otra plaza, y sentir al fin que estaba de viaje. Yo venía de un viaje prolongado, ahora me había establecido, pero extrañaba esa sensación de falta de ataduras y de disponibilidad que ofrece el hecho de estar a merced de los vientos, decidiendo la próxima parada por el relato de algún otro viajero o por la promesa que encierra el sonido de un nombre, ya sea Saskatoon, Albuquerque o Tingo María.

Han pasado muchos años desde esos módicos viajes de cabotaje. A veces pienso que me gustaría volver a perder una tarde del mismo modo en que perdía aquéllas, pero enseguida me digo que eso hoy no sería posible. He cambiado bastante desde entonces, quiero creer, pero más todavía ha cambiado el mundo, y el tiempo ya no es lo que era. Tampoco la libertad...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR