Recuerdos tatuados con la forma de un morrón

Dicen que viajando se fortalece el corazón, pero en el ocaso de 2016 hice el viaje más triste de mi vida. Mi tío Gustavo se moría de cáncer y con mi padre -su hermano- volamos hasta Miami, la ciudad donde vivía, para despedirnos. El último día, antes de volver, en el cuarto del hospital donde pasaría sus últimos días, nos abrazamos, los tres, y lloramos. Ese día, le recordé una anécdota que había sucedido en esa misma ciudad, tres lustros atrás, al comienzo del nuevo milenio.Ese otro viaje fue bien distinto. Yo tenía 20 años y una trasnoche llegué a su casa muerto de hambre. Aunque él ya había cenado, resolvió el problema en dos patadas. "Te voy a preparar una de mis especialidades", me adelantó. Abrió la heladera, rompió y batió dos o tres huevos, y los salpimentó. Puso a rehogar un poco de cebolla, agarró unas fetas de queso y, mientras inspeccionaba la heladera, encontró un frasco de morrones. "¡Red peppers!", celebró. Esa omelette fue mágica y, como pueden ver, inolvidable.Aunque parezca mentira, en esas dos décadas de existencia, nunca había probado los morrones (para ser justo, las empanadas de pollo que mi tía Porota preparaba en su casa en La Paternal sí llevaban un poco de morrón, pero el sabor se camuflaba en un relleno tan glorioso como indescifrable). Lo cierto es que el impacto del sabor del morrón esa noche fue la piedra fundamental para una historia de amor. Desde ese momento, se transformó en uno de mis sabores preferidos. Los comía de a toneladas en lo de Muñeco, en el pasaje Corbatta, antes de ir a la cancha. Los empecé a preparar, a veces quemados en la hornalla, o en una asadera al horno, o a la parrilla, y lo incorporé como uno de los elementos indispensables en buena parte de mis comidas. No exagero si les digo que cada vez que comía morrones me acordaba de aquella omelette mítica. Y de mi tío, por supuesto.Esa tarde, antes de salir directo del hospital al aeropuerto, le prometí a Gustavo que iba a tatuarme un morrón. Y así lo hice. Pero ese diseño representa mucho más que el agradecimiento por un sabor inolvidable. Cuando era chico, Gustavo era mi ídolo. Como era mucho más joven que mi viejo, era una figura disruptiva en la familia. Fanático de los Rolling Stones y de Spinetta, tocaba la guitarra y nos enseñó a cantar, a mi primo Agustín y a mí, "Es la vida que me alcanza", aquel hit seminal de Celeste Carballo. Definitivamente, mi primer contacto con la cultura rock. Había nacido en Estados Unidos, pero se...

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