Recuerdos del proceso de Nüremberg

AutorJacques Bernard Herzog
CargoSubstituto del Procurador de la República del Sena, Ex Substituto del Procurador General francés ante el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg, Encargado de Trabajos prácticos en la Facultad de Derecho de París, Secretario General de la Revista Internacional de Derecho Penal.

Este artículo fue publicado originariamente en la "Revista de Derecho y Jurisprudencia", números 8 y 9 de mayo y junio de 1949, en Santiago de Chile.

Conferencia dada el 3 de mayo de 1949 en la Universidad de Chile, bajo los auspicios del Instituto Chileno-Francés de Cultura.

Fuente: www.derechos.org/nizkor/doc/herzog.html.

Un escrúpulo se apodera de mi espíritu en el momento en que, al tratar de presentaros mis recuerdos sobre el proceso de Nuremberg, me siento por naturaleza inclinado a interrogarme sobre el alcance que él ha revestido. Angustioso interrogante y engañoso, si los hay! Acaso sea demasiado tarde para hablar del proceso de Nuremberg, en circunstancias de que varias de sus enseñanzas esenciales han sido desconocidas, tanto por el Tribunal Militar Internacional de los grandes Criminales de guerra japoneses de Tokio, como por los Tribunales Militares de zonas de ocupación en Alemania; cuando por ejemplo, una sentencia, a mi juicio errada, del Tribunal de la zona americana, ha reconocido la validez de la ejecución de los rehenes y de los franco tiradores. Acaso sea demasiado tarde hablar del proceso de Nuremberg, cuando Ilse Koche, la "arpía" del Campo de concentración de Buchenwald, que se complacía con el espectáculo de las pantallas hechas de piel humana, ha obtenido recientemente un perdón completo y se prepara para beneficiarse de una libertad que ni siquiera justifica el remordimiento. Acaso sea demasiado tarde hablar del proceso de Nuremberg cuando, cuatro años después de la capitulación de la Alemania hitlerista, el seccionamiento del mundo en dos bloques antagónicos, paraliza la organización de las Naciones Unidas y reanima la obsesión de la guerra. Sin duda el curso inexorable de los acontecimientos desvanece la esperanza que los hombres han fundado en la justicia penal internacional; sin duda los internacionalistas modernos, apóstoles de ese gobierno mundial cuya necesidad ha quedado demostrada por el ensayista americano Emery Reedes, en una de las obras más penetrantes de la postguerra, han perseguido el sueño quimérico que fue, desde 1713, expresado en el proyecto de paz perpetua del abate de Saint-Pierre, y sin duda, realidades inmutables han disipado ese sueño persistente.

No por ello la humanidad ha dejado de alcanzar, el 1 de octubre de 1946, una etapa más de su dolorosa evolución. 1 de octubre de 1946! Y esto significa, en el octavo aniversario de esos acuerdos de Munich que consagraron el éxito provisional del poderlo germánico, la condena de los Jefes de la Alemania hitlerista. El primer proceso internacional de la historia moderna finaliza y la justicia internacional revela su eficacia, puesto que por vez primera, la responsabilidad de los hombres que desencadenaron la guerra y provocaron sus excesos queda consagrada por sanciones reales. El proceso de Nuremberg según la formula desdeñosa de algunos de sus detractores, no ha sido sino una experiencia?. Experiencia si se quiere pero; cuán apasionadora! Cómo no serlo por la riqueza de los recuerdos con que ella ha impregnado el espíritu de los que han tenido la pasión de seguir SU curso; como no serlo por lo fecundo de las enseñanzas que ella ha proporcionado a todos y a cada uno.

Cuando al día siguiente de la victoria común de las Naciones Unidas sobre la fuerza nacionalsocialista, los gobiernos de Francia, de Gran Bretaña, de los Estados Unidos de América y de la Rusia Soviética instituyeron por un acuerdo del 8 de agosto de 1945, el Tribunal Militar Internacional de los grandes criminales de guerras, cumplieron ellos un acto de fe en el ideal de paz por el cual habían combatido. Una experiencia milenaria les demostraba que siempre los Estados han manifestado sus actividades, sus necesidades o sus aspiraciones por medio de la guerra. Voltaire el escéptico, afirmaba que el hombre en la guerra junto con venir al mundo, y de hecho, la paz se presenta como un accidente en la vida de la humanidad. Es preciso a veces conceder crédito a los estadísticos, y si sus estadísticas no son a menudo exactas, ellas son a veces sugestivas. Es así como las estadísticas de la historia nos enseñan que desde 1496 A. C. hasta 1945, es decir, durante 3441 años, no ha habido menos de 3173 años de guerra, locales o generales, ni más de 268 años de paz universal. Cerca de nueve mil tratados de alianza han sido pactados durante el mismo tiempo. Cada uno de ellos debía ser eterno; no han durado, por término medio, sino dos años. El episodio de la paz no es pues para el historiador sino el periodo de incubación del microbio de la guerra, y el proceso Nuremberg se presenta entonces como una improvisación, menos realista que generosa.

Creo que es facial demostrar que, lejos de ser una improvisación, el proceso de Nuremberg se inscribe en el movimiento ideológico que desde los orígenes de toda civilización, tiende a someter las relaciones de las naciones al imperio de la ley. Pensadores, en la amplia acepción de este vocablo, porque ellos unían condiciones de sensibilidad a cualidades de orden intelectual, han tratado desde el nacimiento del pensamiento jurídico de formular una doctrina de orden internacional.

La necesidad de una reglamentación del derecho de la guerra aparece ya en la antigüedad, y la Edad Media da a esta idea fecunda un singular desarrollo a impulso del cristianismo; así surgen las instituciones de la Paz de Dios y de la Tregua de Dios que prohíben a los combatientes atentar contra la vida de los no combatientes y que imponen una suspensión de los combates durante ciertos periodos del año; así surge, siete siglos antes de las grandes convenciones internacionales de la Haya, la prohibición, en 1139, por el Segundo Concilio de Letrán, del uso de armas consideradas ya como demasiado mortíferas. Esta reglamentación no tiene más fundamento que la distinción, siempre admisible bajo una forma moderna, entre la guerra justa y la guerra injusta. Esta noción entra a formar parte, naturalmente, de una moral formada por los dogmas cristianos: San Agustín y Santo Tomás se inspiran en ellas y, a manera de dato curioso, un eco de ella vuelve a encontrarse en un cantar de gesta del siglo XIV, el "Roman de Boudoin de Séburg III, Roi de Jérusalen", cuyo autor anónimo se expresa en la forma siguiente:

Si aquellos por cuya directa intervención se desencadenan las guerras encontrasen en ellas a menudo la muerte, pienso que ello seria de justicia. Pero, no es así; los que caen como primeras víctimas son los inocentes, los que ninguna intervención han tenido en ellas y que perecen dolorosamente. Pero creo que Jesús, el Rey Todopoderoso pedirá cuenta de ello en el día del Juicio Final a los que injustamente declaran la guerra a los demás.

Es sobre esta noción de guerra justa que los canonistas del siglo XVI Vittoria y Suárez van a echar las bases morales del Derecho Internacional. Es en torno de ella que en, el siglo XVII el holandés van Groot, llamado Grotius, logrará, por vez primera, liberando al Derecho Internacional de su carácter y sello religioso, establecer una reglamentación sistemática y positiva de las relaciones internacionales. Es en función de sus imperativos que los sucesores de Grotius, Vatel, Wolff y otros más, formularon los principios del Derecho Internacional moderno: el Derecho de Gentes. Sus concepciones han permanecido largo tiempo relegadas en el plano de la especulación teórica, porque ellas han tropezado con, el dogma de la soberanía de los Estados y con el principio del maquiavelismo político, elementos que han servido de base para la construcción y desarrollo de los grandes imperios marítimos y coloniales. Pero adviene el siglo XIX; la noción de soberanía nacional ha sido compensada por la de la responsabilidad internacional; y al siglo XIX ha cabido el honor, según el decir de un estadista suizo, de tratar de contener la guerra dentro de formas jurídicas. El fracaso parcial o total de las Conferencias internacionales de 1864, 1868 y 1874, preparaba el éxito de las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907, reunidas, el hecho puede merecer observaciones, a iniciativa conjunta del Presidente de los Estados Unidos de América y del Zar. Las Convenciones de La Haya formulan la primera reglamentación internacional del Derecho de la Guerra que ellas hacen salir de un grado meramente usual y dan fuerza de ley interestatal a los principios humanitarios determinados por la doctrina.

No bien acaban ellas de ser rubricadas cuando estalla la guerra de 1914, y los redactores del Tratado de Paz de 1919 se inspiran en sus principales disposiciones para justificar el sistema represivo que ellos instituyen por medio de los artículos 227 a 229. El artículo 227 pone a Guillermo de Hohenzollern como acusado frente a un Tribunal Especial por ofensa a la moral internacional y a la autoridad sagrada de los tratados. Los artículos 228 y 229 llevan a las personas convictas de atentado contra las leyes y contra las costumbres de la guerra ante tribunales militares interaliados. Era ya esto una experiencia de justicia internacional, pero ella ha fracasado y su fracaso fue integral. El gobierno holandés se negó a conceder la extradición, por un crimen que él clasificó dentro de la categoría de las infracciones políticas, del Emperador de Alemania, refugiado en territorio de los Países Bajos y el hombre que, en los primeros días del conflicto, escribía a su aliado Francisco José: "Es preciso arrasar todo a sangre y fuego, degollar hombres y mujeres, niños y ancianos, no dejar nada en pie, ni un árbol ni una casa. Son estos...

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