Queremos tanto a Vonnegut

Cuando lo descubrí, en una librería de barrio y a poco de partir de vacaciones, me sentí parte de los sortilegios de un karass, ese dispositivo concebido por el norteamericano Kurt Vonnegut: los hilos invisibles que, con eficacia, aunque con dudosa lógica, hacen que los caminos de las personas -y hasta algún objeto- se crucen entre sí.

Justamente, lo que relucía en un estante, algo perdido entre otros títulos, era Las sirenas de Titán, una de las primeras novelas de Kurt Vonnegut, que hacía rato andaba buscando, sin demasiada suerte. Por eso, y porque no hay viaje si no hay libro en el bolso, lo compré inmediatamente. Y porque Vonnegut -fallecido en abril de 2007- siempre me pareció admirable, pero, por sobre todo, querible.

Hay que asomarse a las fotos desde las que nos sigue mirando. Esos ojos algo hundidos, como escarbados en el rostro. La melena ensortijada, tupida, muchas veces al borde del estallido. Y ese modo de encarar la cámara: risueño, apenas melancólico, bonachón.

En sus novelas, Vonnegut daba de lleno en el absurdo del mundo; sus historias, intrincadas y delirantes, mostraban las miserias humanas como quien descorre un pesado telón. Pero semejante operación, que en cualquier otro sería despiadada, en él siempre fue compasiva. Vonnegut se reía -nos hace reír hoy de esos seres débiles, incompletos, proclives a tiranizarse entre sí, sufrientes y profundamente irresponsables, que son los humanos. Se reía sin rozar el riesgo de la burla. Y se permitía, en sus irreverentes ficciones, el lujo de la ternura.

No porque haya tenido una vida fácil. A Vonnegut, combatiente en la Segunda Guerra Mundial, le tocó ser testigo de uno de los episodios más aberrantes de esa contienda: el bombardeo aliado sobre Dresde. El futuro escritor había caído prisionero de los alemanes, quienes lo habían encerrado, junto con otros soldados norteamericanos, en los sótanos de un matadero devenido prisión de guerra. El azar dispuso que, mientras permanecía en ese subsuelo, cayera sobre la ciudad alemana el descomunal fuego de los suyos. Dos días de bombas y dispositivos incendiarios que, como una tormenta de fuego, arrasaron la ciudad.

El improvisado presidio alemán terminó salvando al joven Vonnegut de la ferocidad del ataque de su propia gente. Fueron dos jornadas de pavor, hasta que al trueno incesante de las bombas le sucedió un silencio mortífero. Y un...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR