La pregunta prohibida

Periodista famoso, escritor de segunda división, Barclays lleva casi cuarenta años haciendo entrevistas en televisión. Ha hecho centenares de entrevistas en Miami y Buenos Aires, en Lima y Bogotá, en Santiago, Guayaquil y Santo Domingo.

Las entrevistas que recuerda con más cariño no son las que hizo a tantos políticos en el poder, o aspirantes al poder, o caídos en desgracia, sino aquellas que compartió con artistas que admiraba, unos músicos, unos escritores, unos pintores, unos cineastas, unos actores que no hubiese conocido, de no ser por su programa de entrevistas.

El problema con los políticos es que, como quieren conquistar el poder y necesitan persuadir a los ciudadanos de que confíen en ellos, mienten en piloto automático y dicen las cosas que les convienen decir, aun si son mentiras gruesas.

Con los artistas es distinto. Es cierto que, cuando conceden una entrevista, por lo general están tratando de vender un libro, un disco, una película, una serie de televisión, una obra de teatro, un concierto. Entonces, por pura intuición, o por una suerte de despliegue histriónico, el artista procura exhibir su zona creativa y sensible más fascinante y hace su mejor esfuerzo para parecer genial, único, irrepetible, insuperable, y a veces acaba pareciendo un figurón. Sin embargo, los menos talentosos se asustan y se inhiben cuando se trata de hablar de sus miserias. Solo los grandes artistas, cuando van a la televisión, hacen escarnio de sí mismos y le permiten al público una contemplación de sus defectos, sus vicios, sus impurezas, de su zona más ridícula, hilarante y humana.

A menudo la pregunta más difícil que Barclays ha formulado a los artistas era la que estos no querían escuchar. Era, por así decirlo, la pregunta prohibida. Plantearla, decirla en voz alta, no solo ponía en riesgo la entrevista misma, pues el artista podía sentirse tocado en su honor y marcharse de súbito, sino arrastraba como consecuencia indeseable que, si el artista se quedaba hasta el final del intercambio, se retirase ofuscado, resentido, cabreado, hablando mal de Barclays, jurando no volver más a su programa, diciéndoles a sus colegas que no confiasen en Barclays porque sus entrevistas eran emboscadas, sesiones de tortura.

De modo que Barclays, ya sentado frente al artista, las cámaras encendidas, el público como fisgón, debía elegir entre ser complaciente con el artista y ganar su dudosa amistad, o ser irreverente con la celebridad y ganar, si acaso, el favor del...

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